Nada nos robará el otoño,
se irá haciendo, a su manera… Caerá hasta
la última hoja, lenta, muda, vencida, y nadie se dará cuenta, porque así es la
derrota de lo inevitable.
Sobre un fondo de cielo
gris, bandadas de aves revolotean ensayando su viaje. A veces, alguna parece ir a su libre albedrío,
como una brizna dejándose llevar por el aire, pero de inmediato toma posición,
y se forma ese todo perfecto, esa armonía que las llevará lejos. Se elevan con
la gracilidad de sedas izadas por el viento, forman uves, giran en círculos y
dibujan jeroglíficos imposibles, como constelaciones de oscuras estrellas sobre
un fondo de luz. Ha llegado el momento, ese que indica el preciso instante de
partir: cuando el frío y la escarcha de la mañana hacen crujir las alas, y las
vuelve pesadas, inútiles, frágiles como esa copa cristal que se rompe en el
brindis. Es hora de ir en busca de otro sol, de esas otras primaveras que
existen más allá de la bruma del horizonte.
La ciudad se viste con
chaqueta de invierno. Lejos queda la tibieza del sol del pasado domingo por el
paseo del parque, en las plazas, iluminando la inocencia de los juegos de los
niños. Hoy parece que siempre ha sido otoño… paraguas cerrados asidos al brazo,
botas altas, pañuelos anudados al cuello, y el frío húmedo dejándose caer sobre
las caras de otoño, porque el otoño pone cara a las caras que parecen arrebujarse
entre los cuellos de las chaquetas, agazaparse bajo los paraguas que nos
resguardan de la lenta caída de la lluvia de otoño, de su fino velo gris que nos desdibuja en
medio del paisaje, como figuras inasibles al otro lado de un espejo.
El otoño tiene su
cadencia, su música, como un eco que brota de las esquinas desiertas… la
melodía de un violinista en la puerta de
una sucursal bancaria, sin ningún eslogan sobre un cartón, sin ningún vaso de
plástico en donde depositar monedas.
El otoño tiene su
memoria, esa ventana que evoca el recuerdo, ese escenario de nostalgias: el
vaho sobre los cristales y los ojos abiertos de la infancia viendo la vida
llegar, dibujando aviones con el dedo… Los ojos cansados de un viejo “viendo a su infancia jugar”; los ojos de
una mujer contemplando la calle mojada de su ciudad, la esquina de la plaza
cercana por donde tantas veces se aleja y se pierde, los pasos que van y vienen…
y esos otros que nunca vendrán.
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