16 de agosto de 2011

Blogueguería 2: JMJ

Los pequeños pueblos de La Mancha agonizan, como tantos otros pueblos de la geografía española. El mío, mi cuna, también sufre ese cáncer. Por no haber, no hay ni perros a la sombra, y los que existen ya no son animales domésticos que cumplían una función: guardianes de ganado, o de gallinas, o como perro de caza... ahora son uno más de la familia y como tal viven: sus visitas programadas al veterinario, sus tomas de medicación -como le sucede al perro epiléptico y reumático de mi amiga Pilar-, sus paseos programados, incluso visten con tendencias de moda: chalequillos, collares, etc, etc... Los hemos humanizado, y nosotros nos hemos animalado hasta tal punto que las nuevas parejas prefieren tener perros a tener hijos. Sí, créanme, conozco casos, ellos, los animalitos, generan menos gastos y dan más satisfacciones. Pero me voy, me voy del tema y no es mi intención. En otro momento me pararé más despacio con nuestros amigos los animales.

Decía. La lluvia se torna inevitablemente amarilla, y muchos de nuestros pueblos terminarán siendo el Ainielle de Llamazares. Sombras en la noche. Desdibujadas calles desiertas por donde silba el viento entre aleros y desvencijadas ventanas. Cada invierno experimeto más esa gélida y desértica soledad. Cada verano siento más la nostalgia de la algarabía de las calles en las que hace treinta años retozábamos una veintena de niños, mientras padres y abuelos tomaban el fresco en sus puertas y en sus plazas hasta que la temperatura de la noche hiciese posible el descanso. Esa vida social apacible de los vecindarios, esa parte positiva de los pequeños lugares.

El 15 de agosto era ese punto de inflexión en el vivificante verano de los pueblos. Durante julio y agosto era un constante fluir de veraneantes: madrileños, valencianos, catalanes... Todos aquellos que emigraron en los sesenta a las grandes ciudades, regresaban en verano a dejarse el dinero en las terrazas de los bares, a agotar los productos en las carnicerías y a duplicar la producción de pan. Era como poner de manifiesto publicamente su prosperidad económica. Sus manos blancas parecían decirlo también, y sus hijos, también de cara blanca de ciudad, eran una novedad para nosotros. En 15 de agosto no cabía un alfiler. A partir de ese día, comenzaban a marcharse paulatinamente, y todos recuperábamos de nuevo nuestra ansiada y monótona armonía.

Desde hace una década, no existe punto de inflexión. Digamos que ese fenómeno estival ha ido desapareciendo hasta quedar reducido a la mínima expresión. El 15 de agosto ya no es significativo de nada, salvo que sigue siendo un día de fiesta en esta comunidad. Se me ocurren muchas razones desde el punto de vista sociológico, pero haría largo lo que ya empieza a ser ser largo.  Sin embargo, este fin de semana había algo diferente, un lleno especial y extraño que se manifestaba en filas de coches a derecha e izquierda en las calles principales de la localidad y muchas caras desconocidas, sin rasgos descifrables o señas de identidad visibles. Además, se podía percibir igualmente cierta alegría que se manifestaba en grupos arremolinados conversando animademante, parejas añosas que rara vez frecuentas ambientes de terrazas, gente joven, entre los veinte y treinta años, que no parecían acordarse del cutre botellón que se celebra en las afueras, cerca del depósito de agua, y que paseaban arriba y abajo por las calles adyacentes a la plaza principal... La razón de todo eso: cientos de jóvenes de diversa nacionalidad: brasileños, chilenos, mexicanos... todos ellos acogidos en casas particulares, a la espera del encuentro en la Jornada Mundial de la Juventud. Todos ellos compartiendo estos días con esas familias: cómo es su vida en sus países de origen, por qué han venido, cuánto tiempo les ha llevado ahorrar el dinero que han pagado por venir aquí (algunos, un año entero de ahorro para pagar mil trescientos euros, y cuyo sueldo mensual es cuatrocientos treinta euros). Para ellos, cerca de trescientos jóvenes acogidos en esta localidad, ha sido un sacrificio cuya experiencia, dicen, ya ha merecido la pena.

Tener algo (o Algo) en lo que creer siempre es bueno, sobre todo cuando no hace daño a nadie.


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