7 de septiembre de 2011

Bloguerrelato 1

Rebuscó en el armario y encontró el pantalón de lino negro. Le gusta ese pantalón, le sienta bien. Decir que a una mujer le sienta bien un pantalón es decir que le hace el culo bonito y las piernas esbeltas. Se lo puso. Antes había elegido la ropa interior. Era jueves, tocaba el azul marino -le gustan los colores oscuros para su ropa interior-,  con motivos de encaje que se realzaban sobre las leves prominencias de su cadera nulípara, y un sujetador que elevaba la autoestima de su escote. Una transparencia, también en negro, como camisa, y un chalequillo entreabierto. Se encaramó en unos tacones, cogió el bolso y salió a la calle.
- Disculpe, ¿tiene hora?
El transeúnte ni siquiera desaceleró su paso, ni una mirada, ni un ademán. Casi la roza.
- Gilipollas... dijo para sí. Tenía la costumbre, no sabía si buena o mala, de no gastar reloj.
La ciudad bullía a fuego lento. Los primeros en salir a la calle aún con los ojos hinchados y la cara pálida y fría. Ella también sentía su cara fría, y la punta de la nariz. La llegada del otoño significaba la punta de la nariz fría nada más asomar a la calle hasta una nueva primavera.
No tenía costumbre de desayunar en casa... ¿Hay algo más triste que una mesa de comedor con un único cubierto? ¿Hay algo más sobrecogedor que el silencio de una cocina quebrantado únicamente por el tintineo de los cubiertos? Huía de esas soledades. Entró en la primera cafetería que encontró a su paso.
- Por favor, un café descafeinado de máquina con leche del tiempo... No, mejor que sea normal, la leche sí, del tiempo.
El camarero siguió frotando las copas y poniéndolas boca abajo sobre una zona  expresamente delimitada para ello, en la barra.
- Disculpe... Carraspeó y dijo ella después.
- ¿Qué va a ser?, preguntó el camarero al un joven que acababa de situarse a su izquierda.
- Oiga, yo le había pedido antes..., empezaba a impacientarse y a irritarse.
- Perdona, no te he oído bien...
Ella iba a repetir la retahila de su café pero no le dio tiempo.
- ¡Un café solo!, repitió el joven.
Salió despotricando entre dientes sin entender qué estaba pasando, si es que todo el mundo se había confabulado contra ella o es que los gilipollas poblaban esa mañana todo el planeta.
Trató de serenarse bordeando la manzana antes de entrar en el edificio que albergaba a su oficina. Ya se lo tomaría en  una de esas máquinas de pasillo que vierten líquidos nauseabundos a los que llaman café en sus múltiples variedades. Total, el día había empezado con buen pie, por lo visto, qué más daba como continuase.
Fichó al entrar, y la máquina no reconoció su clave. Volvió a intentarlo. De nuevo luz roja. Lo intento unas diez veces... Desistió y se dirigió hacia el ascensor, ya hablaría con el jefe de personal y solicitaría una nueva tarjeta. Era obvio que la suya se había descodificado. No coincidió con nadie en el ascensor, cosa que agradeció al destino.
En mitad de la mañana decidió ir a hablar con el jefe de personal. Tocó la puerta de su despacho, pero nadie contestó. Abrió y lo encontró hablando por teléfono. No quiso interrumpir.
"¿No coge nadie el teléfono? Pues nada, si se trata de enfermedad ya nos enteraremos..." , escuchaba mientras permanecía en pie y le parecía de muy mal gusto que su compañero no le hiciese ni un solo gesto invitándola a sentarse mientras tanto. "Es raro, sí, Mariola siempre avisa. Ni ha fichado y nadie la ha visto esta mañana en su oficina ..." ¿Mariola? ¿Hablaban de ella? De repente sintió pánico. Quiso hablar pero no pudo. Quiso levantarse y hacer ruido, tirar todo lo que había encima de la mesa, lanzar el pisapapeles contra la ventana, ¡algo! Algo que manifestase su presencia de alguna manera, quería ser vista, oída, tocada... Que alguien le dijese algo, que alguien le evidenciase que estaba, que era... Pero dentro de su cabeza o dentro de los adentros algo le decía que era inútil, que ya había sucedido... Salió de allí como alma que lleva el diablo.

Corría sin mirar el color de los semáforos, creyendo apartar a la gente, creyendo tropezar con ellos, creyendo que la miraban, creyendo que murmuraban sobre ella por correr como una loca... Se detuvo frente a la boca de metro de Sol. Apoyó las manos sobre sus rodillas para recobrar el aliento. Levantó la vista en busca de su reflejo... Las imagenes de gente que iba y venía, que se detenía a saludarse, algún curioso lanzando una foto a esas cristaleras que convierten el paisaje de siempre en anacrónico, llamando la atención sobre ellas y los múltiples destellos del sol de Sol. Sabía que pasaría, lo sabía, sabía que un día nadie la vería, se haría invisible para todos. Ni rastro de ella. Nada. La nada. La inexistencia.

1 comentario:

  1. Qué angustia, joder!! Jaja... ¿Por qué no nos dará por escribir sobre la felicidad alcanzada y tal, sobre vidas plenas y cual? Jajaja... Pues porque nos aburriríamos, claro. Dice Vargas Llosa que sólo los inconformistas escriben... será eso.

    ResponderEliminar