18 de diciembre de 2011

Blogueguería 33: Denuncia

Viajé a Colombia en el año 1994, diez días de luna de miel en Cartagena de Indias. Hicimos el cambio de pesetas a dólares, y otra pequeña cantidad en pesos que nos costó gastar por lo barato que resultaba comer langosta recién pescada o comprar cualquier abalorio como regalo para la familia. Casi se nos fue todo en propinas, que agradacían con un servilismo apabullante.

No era un viaje con espíritu aventurero el nuestro, éramos unos pardillos turistas en viaje de placer, en hotel vip, con trato vip y visitas guiadas a los lugares más emblemáticos de la ciudad, siempre asesorados y acompañados, en algunos casos advertidos del peligro de ciertas zonas. Recuerdo concretamente el regreso de una de esas excursiones programadas, en taxi, acompañados por un guía del hotel que a la vez era el conductor de dicho taxi, y que a nuestro paso por una zona de mercadillo advirtió que subiésemos la ventanillas del coche y activásemos el cierre de las puertas. Inseguridad, violencia y vidas miserables en contraposición con un celo exquisito hacia el turista. Concluí que cuando la miseria permanece en el tiempo, sin que nadie haga nada por remediarlo, se convierte en una manera de vida, se asume y se aprende a vivir en ella, como sucede en esas sociedades en las que se instaura la extorsión, el terrorismo o las mafias. Un status quo que niega otra posible forma de vida.

Recuerdo sus centenares de joyerías, en donde se vendían sus famosas esmeraldas a precio de ganga comparado con el precio en cualquier joyería española. Recuerdo las playas privadas (la nuestra era una de ellas) y a policías o militares paseándose, fusil en mano, preservando nuestro espacio.

De allí me traje muchas imágenes de un país degradado: los niños en las calles y en las puertas de los locales nocturnos, vendiéndonos tabaco, camisetas, cualquier cosa; una mujer con una tumoración en la mama que nos mostró echándose casi encima, y que nos increpó gritando: ¡Yanquis imperialistas, fuera de mi país!; y la prostitución del Banana Rana... señoritas jóvenes, bien vestidas, esperando al extranjero blanco, madurito y, en algún caso, con ridículo atuendo de bermudas floreadas y camisa a juego, en la barra de aquella discoteca asociada a los hoteles de la ciudad. Aquella escena, que se repetía todas las noches, me parecía nauseabunda.

Un sentimiento parecido experimenté anoche en un pub de mi ciudad, de este país del primer mundo, a supuestamente años luz del tercermundismo colombiano. Las camareras eran jóvenes, veintipocos, su atuendo era normal, no llamaba la atención por exhibicionismo para captar al cliente, de origen sudamericano ambas. En la barra dos señores tripudos, bien entrados en los cincuenta, trajeados, con ojos de sapo y en esa actitud de cliente que se aprovecha de una clara situación de desigualdad o dependencia laboral, social y/o económica. Ambos fumaban dentro del local, sin que ellas les llamasen la atención al respecto. Los tripudos demandaban su atención constantemente, y se acercaban en demasía, quebrantando el espacio vital entre trabajador y cliente. Una de ellas no pudo evitar un gesto de desagrado, asco, cuando se dio la vuelta para servir otra copa que habían pedido. En ellos era un intento de conversación, con risas y manoseos, en ellas era un aguantar el tipo, la humillación, el acoso. Al fin se marcharon y demandaron un beso, uno de ellos se dirigió a los labios de una de ellas, que esquivó con éxito. Un gesto de alivio el de ambas cuando los vieron salir definitivamente del local.

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