10 de mayo de 2012

Blogueguería 71: Trastiendas

A las 19.39h me encontraba en la joyería El Torreón, calle Palma 1 de Ciudad Real, de las pocas que han sobrevivido a los bazares chinos en esta ciudad. La semana pasada compré allí un reloj, y al día siguiente se paró en la 12.15h de la mañana. Lo de la obsolescencia programada empieza a ser un abuso. Me ha atendido uno de los dos joyeros que trabajan tras ese mostrador lleno que cosas que relucen y que sí son de oro. Hay también una trastienda... El misterio de las trastiendas, su arrealismo...

Me pasé media infancia en la trastienda de un estanco, una pequeña estancia en donde mi tío Leonardo vivía jugando al solitario y haciendo pajaros de papel. También hacía cubos y una especie de cuerda trenzada con papeles de revistas y periódicos, kilométrica, que recorría el respaldo del sofá (mi tía la apartaba del suelo para no pisarla ni enredarse en ella), saltaba por el aparador, subía por la pared hasta una alcayata, caía en picado hasta una silla, se asía al pomo de la puerta y de ahí saltaba por encima de ella hasta el patio. Era un artista de la papiroflexia, además de un hombre silencioso, educado y muy instruido. Cuando oíamos el chirriar de los goznes de las puertas en invierno, o el tintineo de la cortina de la entrada en verano, izaba despacio su enorme cuerpo (en su juventud debió de ser un hombre muy alto, yo ya lo conocí viejo), como si le sobrase todo el tiempo del mundo, y salía a la tienda a despachar un par de sellos, o un celta sin boquilla, o papel para liar tabaco.

Las trastiendas de los joyeros (se llaman así tanto a las cajitas en donde se guardan la joyas como  esas personan que venden, fabrican o reparan piezas de joyería. Un oficio arrealista, como los que fabrican las navajas albaceteñas o las espadas toledanas) me las imagino con una mesa llena de miles de piezas pequeñas de relojes destripados, o engarces para pulseras y collares... Algunas muy parecidas al instrumental quirúgico: pinzas diminutas para agarrar piezas de dimensiones milimétricas, alicates, tenacillas, lupas... Todas ellas para manos de relojeros, muy parecidas a las de un pianista: dedos largos, finos y delicados.

Me encontraba esperando a que el joyero saliera de la trastienda, en donde, según diagnóstico, el reloj estaba siendo sometido a un cambio de pila (o eso me ha dicho, que la pila estaba agotada, inexplicablemente), cuando han entrado lo que serían una madre y un hijo veinteañero, veintiseis aventuro. Otro joyero ha salido de la trastienda (las trastiendas son también un flujo humano interminable) y les ha preguntado qué deseaban. Transcribo casi literalmente la escena:
- Queríamos una medallita para niño.
- Recién nacido, ¿verdad?
- Sí, tres meses.
En ese momento me he acordado de esos bebés que veo en las revisones del niño sano, con cadenitas al cuello y pulseras en las muñecas. Me gustaría que en los factores de riesgo y prevención de accidentes hubiese una casilla en donde pusiera MADRE TONTA, para poder cliquearla con todo el gustazo del mundo.
El joyero ha vuelto a la trastienda, y ha salido con uno de esos rollos que extienden como un tapete y en cuyo interior está el muestrario.
- Éstas de aquí arriba son virgencitas, que se venden más si es niña. Para los niños se venden estas otras (señalando la parte inferior del tapete), que son más angelitos de la guarda, niños jesús...
- Ésta me gusta, mamá... queda muy fino el angelito.
La madre asentía. Yo creía encontrarme en una película de Almodovar, en la que de un momento a otro entrase una choni, o un travesti, con los pelos colorados y un escote hasta el ombligo, pidiendo ella también una medallita, pero de Primera Comunión, que en ésas el motivo decorativo es un cáliz o una virgen niña en actitud de rezo, y que por detrás grabase el nombre de la criatura, sin apellidos, claro está, y el día de la fecha del feliz acontecimiento (y vive dios que para muchos niños lo es, un día feliz, digo).

Me ha sacado de escena el joyero que ha practicado el cambio de pila, ¡ahora que íbamos con las cadenas, hombre!, que salía de la trastienda con el reloj en la mano, disculpándose, diciendo que si algún nuevo problema no dudase en llevarlo de nuevo, y que no me cobraba nada porque estaba en garantía (estaría bueno, he pensado para mis adentros, encima de hacerme andar de cabeza con un reloj nuevo).
Iba pensando, camino de casa, en esas cosas que no dejan de sorprendernos por lo absurdo, porque en plena crisis, económica, ideológica, de valores y creencias, todavía hay quien compra una medallita para un bebé, o para una Primera Comunión, por 180 €, más 50€ por la cadenita, y que, para más inri, es un factor de riesgo de asfixia en los menores de un año... Un sindios, que diría Millás.

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