24 de mayo de 2012

Blogueguería 75: El sonido de lo cotidiano

Hace tiempo bajé a hablar con mi vecina. No mantengo más relación con mis vecinos que el hola por los pasillos y nuestra breve y silenciosa presencia en el ascensor. Somos todos muy serios y siempre vamos a lo nuestro. No hay niños que inciten a carantoñas o temas de conversación, salvo las niñas mías, y desde siempre han bajado como rayos por las escaleras y no se han dejado acariciar la cabeza. La más dicharachera es la vecina de la entreplanta, una anciana viuda que vive y habla con sus plantas, una selva amazónica que ha creado en su reducido espacio del patio interior de la zona oeste, al que da cierto placer asomarse. El de la zona este está atestado de muebles viejos, y además, los vecinos han colocado un toldo. Asomarse a él es la vista aérea del interior de una chabola.

Fue con ella con la que hablé, con la vecina del patio de la zona este, otra anciana que vive con su anciano marido. Llegaron aquí hace un año, prodecentes de Bilbao. Me requirió una vez, de recién llagados, aprovechando que la mitad de mi cuerpo asomaba por la ventana mientras tendía la ropa. Dio los buenos días y se presentó, yo hice lo propio. Después, sin más dilación ni ningún otro interés, me pidió que no hiciésemos tanto ruido por la noche, "es que padezco del corazón", dijo.  Le pregunté que a qué ruidos se refería, me respondió que se oían mucho las puertas y que había un extraño ruido como si despegase un avión... Respiré aliviada, y usé la estrategia de buen talante que todo principio de relación humana debe  tener. Me disculpé por el exceso de ruidos y le dije que trataríamos de abrir y cerrar las puertas con más cuidado, aunque en mi fuero interior la estaba mandando a lo alto de un monte o a una unifamiliar a las afueras de la ciudad, en donde nadie pudiese molestarla, salvo los sonidos de la naturaleza.

El centrifugado de la lavadora, como si despegase un avión, a las 22.30 h., me ha recordado aquella mañana en la que definitivamente bajé a hablar con esa vecina que no cesaba de quejarse de que los sonidos de lo cotidiano le alteraban su corazón. Le dije que era cuestión de acostumbrarse, que cuando lo haces te pasan desapercibidos, que incluso se hace extraño que no sucedan a la hora del día que suelen sonar habitualmente, que el sonido de lo cotidiano es ese rumor bullicioso de la vida (bueno, creo que tanta carga lírica no le di, pero la impresioné, de eso estoy segura): niñas que corren por pasillos; lavadoras que centrifugan a las diez de la noche porque se ha procrastinado su tarea; lavavajillas que aclaran y secan a media noche; las campanas de la iglesia del Carmen a las 22.20 en invierno y a las 23.20 en verano; la catarata de pis sobre el agua del wc del vecino del tercero, en el silencio de la madrugada, cuando metidos en el invierno aún quedan un par de horas para amanecer; puertas que se abren y se cierran decenas de veces; una flauta ensayando una y otra vez Let it be de los Beatles...

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