En los últimos días, he escrito y hablado más de
lo habitual sobre la muerte: muerte de los espacios, muerte de las personas,
muerte de los edificios, ayudar a morir, aceptar la muerte...
De la muerte hay que hablar, pero solo cuando
acontece, solo cuando nos ayuda a enfrentarnos a ella, solo cuando nos sirve para
superar el miedo... Sin tabúes, sin tapujos, sin engaños.
Fui una niña que asistió a la temprana muerte de
uno de sus hermanos. Más tarde asistiría a la muerte de otro de ellos. De aquel
lejano día de tan temprana muerte, solo recuerdo las caras de los vecinos y las
estancias de otras casas que no eran la mía. Fuimos rescatados por unas horas
de aquella accidental y transitoria orfandad, aquella privación de nuestros
padres sumidos en el dolor por la pérdida del hijo. Sin duda, estas situaciones
extremas crean una especie de deuda vinculante que termina creando lazos de
gratitud y de afecto difíciles de romper.
Hace tiempo hablábamos, no recuerdo si en un hilo
de la red social, de esas relaciones estrechas de vecindad, más propias de lo
rural que de las grandes ciudades.
Esta mañana he asistido al entierro de una de las
últimas vecinas ancianas de mi calle. Ella y su familia han sido importantes en
la vida de mi familia; era la vecina de enfrente, a la que pedir un paquete de
arroz o dejarle con plena confianza una copia de las llaves de casa; con la que tomar el fresco en la puerta en las noches de verano; con la que charlar un rato, a la sombra, en una mañana sin prisa o en una tarde de septiembre, mientras el sol se dejaba caer al otro lado de las tejas y el aire refrescaba los brazos como presagio otoñal.
Aquella mujer, como otras de la calle, ejercieron
un poco de madres cuando la nuestra lloraba a su hijo muerto, como sus hijas
hacían de hermanas mayores de los que éramos más pequeños. Era
aquella vida de vecindad en donde prevalecía el grupo, el cuidado de unos por los otros que aseguraba
su supervivencia; cada uno en su casa, pero con las puertas abiertas de par en
par, por donde los niños nos colábamos y formábamos parte del resto de los hogares
y de la vida que fluía en ellos.
Podría ir casa por casa, desempolvando cada una
de las vidas que han formado parte de la mía y ya no están porque es ley del tiempo. Valga este post como una sentida despedida,
como agradecimiento a las horas que nos dedicaron, a sus atenciones gratuitas, a esa
inconsciente contribución a los recuerdos de la infancia, a percibir ese
mundo amable por encima de lo hostil. Sin ellos nada de lo vivido hubiese sido tal y como fue. Gracias especialmente a esta mujer, una gran mujer, como tantas anónimas, pero que en la historia de cada uno tienen su lugar y su nombre.
Descansen en paz.
ResponderEliminarYo tuve la suerte de vivir esto en el pueblo de mis padres. De niños, mis hemanos y yo cruzábamos el pueblo como patitos en fila y nos sentíamos cuidados por los vecinos y protegidos. Ahora esas personas se fueron poco a poco y se ha perdido ese valor tan importante, la de ser auténticos vecinos, ser como de la familia e incluso, ser la familia. Que descansen en paz y un abrazo.
ResponderEliminarNo comprendo la vida, por más que la miro no al entiendo. Es una absurdez nacer para morir, y no dejar ningún rastro pasados unos pocos años, en los que te conocieron morirán también. No quiero hacer nada grande en esta vida completamente inútil, me voy a divertir todo lo que pueda a amargarme lo menos posible y a dejarme llevar sin más hasta que casque. Es lo más sensato que se me ocurre hacer.
ResponderEliminarNo me gustaría llegar a ser el último superviviente de todas las personas a quienes quiero.
ResponderEliminarUn abrazo.