8 de marzo de 2013

Blogueguería 140: De intensidad variable

Nada más alzar la persiana del cuarto de enfermería, esta mañana, es lo primero que me ha venido a la mente: intensidad. Tras tres días de cielo cerrado y amaneceres lluviosos, una rutilante luz se colaba por encima de ese muro de labrillo, parapeto del mundo, al que da esta ventana. Me apuñalaba literalmente el nervio óptico, un dolor intenso y profundo que penetra por la retina y llega a algún punto del cerebro en donde muere tan rápido como surge, así es el dolor punzante. La culpa es de esa mácula que hace cuatro años me descubrió un oftalmólogo en una revisión rutinaria. "Hay que hacerle un seguimiento, puede producirte cegura con el tiempo", me dijo. Es como una laguna, un agujero blanco que hay que cuidar que no avance. Cansada de campimetrías y mismos diagnósticos, no he vuelto a ir más. Siempre me quedará el otro ojo.
 
Con este título no ha lugar a equívocos, no le voy a dedicar entrada al Día de la mujer, estoy de merecido descanso. Y esta frase es suficiente.
 
Retomo la intensidad, que hoy es la protagonista porque así lo ha querido el azar. La intensidad de ese haz de luz  matinal ha sido como la belleza, desbordante y fugaz; el fulgor ha durado segundos, lo que ha tardado un velo de nubes en cerrar la claraboya por donde se había filtrado.




Y venía pensando, mientras conducía, en que la intensidad, como la belleza, también se manifiesta en instantes de dolor y de felicidad. Y que como la belleza, a veces pasa inadvertida y de repente se convierte en el estrépito de una pluma que choca contra el suelo, como esos estados de la vida que transcurren con mansedumbre y terminan siendo un impacto.

Pensaba también en la intensidad del contraste: la vida/la muerte; la fidelidad/el engaño; la lealtad/la traición; la nobleza/la ruindad... y en cómo, en mayor o menor medida, son parte de nuestra vida, aunque solo sea en contraposición.

Recordaba cómo me gustaba ver a mi madre bañar a mi hermano pequeño; esas escenas familiares que el cerebro retiene con más intensidad que otras, en ese ajuste selectivo de las imágenes de nuestra vida que hace que unas perduren y otras se desvanezcan en el tiempo. Y después he recordado a  ese niño muerto sobre una cama cubierta de flores, e inmediatamente me ha hecho recordar mi mano sobre el frío pecho de mi hermano Javier, en aquella inesperada mañana de agosto, y la terrible ausencia de latido. La intensidad de la muerte no anunciada, esa que te deja vencida. Y la intensidad de una crisis existencial que a mis veinte años me desencadenó aquella muerte y me conviertió en mucho de lo que soy.
 
Y la intensidad de la vida que irrumpe desgarrando las entrañas; así se siente al dar vida, que te desangras, que te escurres con ella, hasta que el enrabietado llanto del nuevo ser nos devuelve la consciencia, nos enciende esa luz de alarma que no se apaga nunca con tan solo oírlo respirar. Hace unos días, me decía una madre primeriza que la maternidad la estaba convirtiendo en una neurótica, que ella, que siempre había sido una despreocupada, ahora metía su cabeza en el cuco y hacía oído para comprobar que su hijo respiraba.
 
Así han ido fluyendo los pensamientos, como eslabones de una larga cadena sin final. Pensaba también en que atravieso un momento que podría llamarse de intensidad variable, complejo, por esa carga de circunstancias que lo conforman. Tal vez, a lo largo de los cincuenta años que me quedan por vivir según la UNESPA Asociación empresarial del seguro, surgan otros momentos que conviertan a este en uno de esos que se desvanezca. Tal vez, las crisis existenciales son también como las económicas, cíclicas, y ya iba tocando una... Lo cierto es que manda cojones que una vida tan anodina como la mía se permita tener estos alardes de intensidad.

A todo esto, el pronóstico para el fin de semana es el de intesas lluvias, como un llanto que no cesa...

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