14 de marzo de 2013

Blogueguería 142: Insurrección

Cuarenta y seis años (en mayo), dos hijas, un marido, veintiún años de profesión al servicio de una comunidad, sí, al servicio de una comunidad, iba a decir previo sueldo, claro, los trabajadores comemos unas cuantas veces al día y nuestros hijos también, no podemos trabajar gratis, aunque el gobierno se empeñe y los empresarios también. Decía; el sueldo viene a fin de mes, a tiempo trabajado. Trabajo realizado y cumplido, sueldo merecido.
 
Prosigo: un piso sin hipoteca; gran suerte la mía, joer, me hice con él cuando los inmuebles valían lo que tenían que valer; la psicosis colectiva por enriquecerse con ladrillos y terrenos en medio de la nada aún no se había contagiado. Tampoco había tantos bolsillos con dinero negro al que dar salida, que contribuyó a la propagación de la psicosis.
 
Digresión: Un nombrado psiquiatra (no he logrado averguar su nombre, aunque tal afirmación podría haber salido de la cabeza de Oscar Wilde) afirma que el enamoramiento es un estado psicótico socialmente aceptado. Transitorio, eso sí, no hay locura que cien años dure, o sí... En cierto modo, echo de menos la edad de la inocencia, casi me inclino por el matiz de la ingenuidad, en la que creíamos en esas pulsiones. Verdaderamente, prefiero a estos psicópatas y sus pasionales psicosis que esas otras epidemias psicóticas que nos asolan: el miedo, la desconfianza, la desesperación... Vivir en constante estado de alerta es vivir poco y mal.
 
Continúo; un coche caro, o a mí me lo parece, los hay más caros, pero como soy de esos seres humanos que saben lo que cuesta ganar honradamente el dinero, añado que con el sudor de su frente y dolor lumbar en algunos casos, cuando tengo que gastarlo en algo que se devalúa nada más comprarlo, el despropósito de la millonada me parece caro. Pero se supone que ese precio paga unos impuestos, es decir, que los empresarios ya gravan en el precio de salida a los consumidores lo que Hacienda les grava a ellos. También se supone que pago esa cadena de montaje y el sueldo de otros tantos profesionales como yo, que en lugar de apretar los manguintos de un tensiómetro, aprietan las tuercas que conforman las entrañas de ese habitáculo en el que yo vivo a tiempo parcial. Yo cobro un sueldo del Estado por ofrecer mis servicios a la ciudadanía del Estado, y, al comprarme un coche, pagar una habitación de hotel, comprarme un vestido, llenar de gasoil el depósito, etc, etc... contribuyo a pagar otros impuestos y otros sueldos, ¿no es eso? Me parece una relación de retroalimentación cuasiperfecta, salvo cuando por parte de unos u otros exista el despropósito del aprovechamiento, en tal caso, la balanza se inclina peligrosamente hacia la inestabilidad social.
 
¿Soy un ejemplo de prosperidad? Vivo (no me aventuro a decir viviré) mejor que vivieron mis padres: más desahogada económicamente, más protegida laboralmente, a poco más culta, ellos apenas si saben poner su firma en su DNI.
 
Mi prosperidad ha traído consigo vuestro fracaso. Los sociólogos y demás ólogos nostradamus auguran que mis hijas no vivirán mejor que yo, pero a mis hijas no me canso de repetirles que no quieran vivir como yo. Yo tuve un presente que luchó por un futuro, y este parece ser el futuro que labré: un presente sin futuro, estático. Cada vez estoy más convencida de que este presente solo tiene una salida, la que nos aleje del conformismo, ahuyente miedos y devuelva la esperanza: la de la insurrección.

 

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