Tal vez sea mejor no ir
más lejos,
quedarse en la orilla,
retroceder cuando la ola
impetuosa
avanza en busca de
nuestros pies descalzos.
Nadar donde hagamos pie,
que no nos arrastre mar adentro la corriente.
Convertirnos en extraños
niños
que bordean los charcos,
que abortan la tentación
de lanzar
una pequeña piedra al río
solo para quebrantar la quietud de la superficie,
con la ausencia de sorpresa en nuestros ojos.
Seamos adultos prevenidos,
nos pondremos el paraguas
sobre la cabeza
antes de que empiece a
llover,
sin que la lluvia nos
cale la ropa
ni resbale por la carne hasta los huesos.
No volveremos a jugar con
la nieve,
el frío entumece nuestras
manos,
y la sangre duele cuando
recupera su calor.
Nos anticiparemos a la
felicidad de amar,
y al dolor del desamor,
y al deseo de entregarse
y entregarnos,
antes de que el instante sea horas y termine
desgastándonos,
antes de que el roce haga que los cuerpos tiemblen.
Ahogaremos ese terrible
anhelo
de vivir, de vivirnos,
no sea que en ese intento
volvamos a morir de nuevo.
Uf Carmen, precioso.
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