7 de octubre de 2013

Instinto de protección

Tal vez sea mejor no ir más lejos,
quedarse en la orilla,
retroceder cuando la ola impetuosa
avanza en busca de nuestros pies descalzos.
Nadar donde hagamos pie,
que no nos arrastre mar adentro la corriente.

Convertirnos en extraños niños
que bordean los charcos,
que abortan la tentación de lanzar
una pequeña piedra al río 
solo para quebrantar la quietud de la superficie,
con la ausencia de sorpresa en nuestros ojos.

Seamos adultos prevenidos,
nos pondremos el paraguas sobre la cabeza
antes de que empiece a llover,
sin que la lluvia nos cale la ropa
ni resbale por la carne hasta los huesos.

No volveremos a jugar con la nieve,
el frío entumece nuestras manos,
y la sangre duele cuando recupera su calor.

Nos anticiparemos a la felicidad de amar,
y al dolor del desamor,
y al deseo de entregarse y entregarnos,
antes de que el instante sea horas y termine desgastándonos,
antes de que el roce haga que los cuerpos tiemblen.

Ahogaremos ese terrible anhelo
de vivir, de vivirnos, 
no sea que en ese intento volvamos a morir de nuevo.





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