8 de noviembre de 2013

El departamento de al lado


Ella estaba en el departamento de al lado. Era auxiliar administrativa de Justicia, aprobó la oposición cuando estaba embarazada de su primer hijo; así se presentó a las tres pruebas eliminatorias, con una tripa hasta la boca y una ciática que le hacía cojear y bambolearse de un lado a otro como un enorme palmípedo. Pero hubo suerte. Después vinieron los otros dos hijos, y ya no le quedó ni tiempo ni ganas para prepararse más oposiciones del cuerpo B o A, aunque titulación tenía, era licenciada en Derecho, pero no hubo más constancia de aquello que un título enmarcado en una pared. Su marido se había dedicado al comercio, un negocio de telas que comenzó a venirse abajo con la irrupción de las tiendas de ropa de usar y tirar, a tres o cuatro euros la prenda, con las que competían los chinos. Cada vez se vendían menos algodones, sedas o tules de calidad. Las piezas se le amontonaban en las estanterías temporada tras temporada, así hasta que tuvo que echar el cierre. Media vida de autónomo, sin derecho a paro por no cumplir los requisitos de cese de actividad, y aún con veinte años por delante para poderse jubilar. Dos años llevaba el cartel en el local con SE ALQUILA O SE VENDE, pero eran muchos los locales con ese cartel en los últimos meses y malos tiempos para nuevos negocios. La zona comercial era un constante abrir y cerrar tiendas de esto o de aquello. Su inactividad le tenía depresivo e irritable a ratos, y su depresión le había vuelto flojo en la cama. Ella trataba de adaptarse a esos cambios de humor, aunque la mejor opción a la que solía llegar era dejarlo solo. La cuestión del sexo no lo llevaba mal, antes de aquello ya hacia tiempo que echaba de menos un buen polvo. Se sabía consolar. Sus hijos ya rondaban la adolescencia, entre los doce y los dieciséis años, ajenos a la angustia del paro y de un solo sueldo, al hastío de la rutina, al abatimiento de la depresión.

Él era el compañero del departamento del otro lado. Era un hombre gris. Los hombres grises son esos que visten siempre como de uniforme: pantalón azul marino, camisa clara y jersey oscuro, pantalón gris oscuro, camisa clara y jersey oscuro, pantalón marrón oscuro, camisa clara y jersey oscuro. Sus facciones eran de un equilibrio perfecto, pero no podía decirse que era guapo, era solo un hombre de equilibradas proporciones. Había sido rubio, pero ahora el color de su pelo era un vulgar ceniciento. Llamaba la atención la delicadeza de sus manos y sus dedos largos, como si las mimase especialmente con algún fin. En ellas destacaba su alianza de casado, más gruesa de lo habitual y especialmente brillante. Era callado, y cuando hablaba emitía una voz grave, de frases cortas y precisas. Saludaba por las mañanas y respondía a los saludos de los compañeros. Se despedía al salir del trabajo con un simple hasta mañana, sin esperar a nadie.
Cuando llegaba a casa, saludaba a su mujer con un beso en la frente. Ella le sonreía desde la silla de ruedas en donde la tenía confinada su esclerosis múltiple. Se interesaba por cómo habían ido los ejercicios de rehabilitación en la mañana, y se sentaba pacientemente a su lado para escuchar todo lo que ella le contaba, entusiasmada por lo que decía que eran progresos. No había hijos, la enfermedad se echó encima antes de pensar en ellos. 

Noviembre corría lento, esparciendo hojas por los parques y las aceras como una fuente inagotable. Se vertía la oscuridad de la tarde como un desamparo entre las calles, y un frío cortante arrebujaba a los transeúntes bajo sus prendas de abrigo. Ella miraba por la ventana de la habitación del hotel. Después miró su reloj. Pensó que tal vez hoy él no vendría, lo hacía de vez en cuando. Ella no pedía explicaciones. Esperó un rato más, como agotando el deseo en medio del audible silencio de aquella habitación de hotel a la espera de dos cuerpos. 

A la mañana siguiente, el compañero del departamento de al lado le dio los buenos días como hacía siempre. Ella, queda, le devolvió el saludo. Al cabo de un rato, ella se encaminó al departamento de la lado, él tenía los ojos fijos en el ordenador, sus dos manos desnudas sobre la mesa. La miró como quien mira en su despertar a una mujer hermosa que duerme a su lado. Ella dejó unos papeles sobre otro montón de papeles. "Las facturas para la firma del gerente", dijo. Encima de esos papeles brilló una alianza que él se apresuró a coger y a poner en su dedo. Ella le sonrió y, dándose la vuelta, se marchó. Él no dejó de mirar aquella nuca hasta que desapareció. Después continuó con su trabajo frente al ordenador.

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