13 de febrero de 2014

Un bloque de hielo

"¿Y quién eres tú? Pues te lo voy a decir yo mismo: no eres otra cosa que un puto fracaso, un pobre desgraciado que no tiene donde caerse muerto", se señalaba a sí mismo con el dedo índice y empujaba sobre su esternón. Su dedo inquisidor le hizo retroceder un par de pasos. Estalló en una carcajada. La noche había caído sobre toda la ciudad, era enero, el frío llegaba hasta el tuétano y él no tenía adónde ir, que era lo mismo que decir que estaba solo, más solo que la una, que la una de la tarde y que la una de la noche, con todas sus horas intermedias. Agarró su botella de vino, como quien se aferra al hombro de su mejor amigo, y se sentó sobre un banco apoyándose en ella. Rebuscó entre los bolsillos algún resto de colillas. Maldijo por no encontrar ninguno. Se puso de nuevo en pie y se balanceó, pero dio un paso al frente y mantuvo el equilibrio, después hizo un pase torero, envalentonándose, y alzó la mano al tendido. Se quedó quieto, mirando el resplandor amarillo que despedían las ventanas de los edificios, ajenas a él y a su borrachera, ajenas al silencio de la calle quebrantado por el monólogo de un solitario ebrio, ajenas al gélido desierto de una noche de invierno.

Bajó el brazo en señal de rendición, sin necesidad de sacar bandera blanca, porque ni tan siquiera había un vencedor a quien importase su derrota, por no tener no tenía ni enemigos. Comenzó a caminar cabizbajo, con los hombros caídos y la botella escurriéndose entre los dedos. Hundió su cabeza entre el cuello de su mugrienta gabardina, y se dejó llevar por sus pasos inestables, que ahora hacían eses y ahora se detenían, como se detienen los saltadores al borde del trampolín segundos antes de lanzarse al vacío.

Cruzando la Plaza de Neptuno, recordó los tiempos de bonanza: ingeniero químico; veinticinco años prestando servicio en la misma empresa; mujer y dos hijos, y vivía bien, mejor que muchos. Cuando llegó el despido, pensó que saldría de aquello, que la indemnización y el paro le concedían una larga prorroga. Entrevistas de trabajo, curriculum a decenas de empresas, anuncios en el periódico... A nadie interesaba un hombre de cincuenta años con larga experiencia en un laboratorio de cosmética. Terminó consolándose en el fondo de un vaso de ginebra. Se acordaba de ellos de vez en cuando, de aquellos que fueron parte de él, y lo hacía como si todo hubiese acontecido en otra vida, tal vez en un sueño.

Se sintió especialmente cansado, había perdido la cuenta del tiempo que llevaba caminando, y se dejó caer en un banco. Cruzó el abrigo sobre su pecho. Rebuscó de nuevo en su bolsillo y encontró, milagrosamente, medio cigarrillo. Lo encendió con el mismo ritual que si se tratara de un recién abierto Marlboro. La primera calada le supo amarga, la segunda la inspiró hacia sus pulmones con el mismo ansia que apuraba los cartones de vino. La tiró con desagrado. Se dejó caer sobre su improvisada cama, al raso de una noche que presagiaba inclemencia. Puso su brazo como almohada y se hizo un ovillo.

El barrendero de las seis treinta hacía una llamada al 112. Decía, con pasmosa tranquilidad, que había encontrado a un hombre convertido en un bloque de hielo, "Sí, mire usted, parece una estatua, pero es un hombre y creo que está muerto muerto".

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