13 de septiembre de 2014

Las tardes que va cayendo





La tarde siempre muere al final de un camino,
por un breve instante tiembla
como una funambulista
detenida sobre la línea del horizonte.

Así se esfuma su última luz,
destellos mudos sobre los tejados y las azoteas.
Se escurre sobre nuestras cabezas y nuestros hombros
con un cansancio de siglos.

Tan lejano nos parece entonces el amanecer,
la mañana de hoy y de hace cien años,
tan inasible el ayer y su recuerdo
como un irreparable olvido.

Y es entonces cuando nos sobrecoge la tristeza,
un estremecimiento que nos encoge el cuerpo,
que es el alma con ojos, y pecho y manos y pies,
al desamparo del cielo abierto al que ya abraza la sombra.

Luz que se agota, como plata deslustrada,
fugaz instante que en la lejanía corta
el humo de un avión y los invisibles garabatos
de las oscuras alas de algún pájaro retraído.

Se vencen nuestros párpados como velos negros,
bajo el peso de las horas y húmedos de hastío,
mas con una esperanza:
mañana siempre llega, aun sin nosotros.



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