17 de julio de 2015

De lo hermoso y lo terrible

La noche convierte las calles del pueblo en un paisaje desolado. Es el destino de todos los pueblos: callejones oscuros, fachadas muertas, plazas mudas y fuentes apagadas, luces mortecinas, farolas fundidas. Lejano e inaudible el bullicio de los veranos ochenteros, cuando los emigrados a Madrid o Valencia llegaban a pasar unos días de veraneo, con sus rostros pálidos y su nuevo acento refinado de capital. Llenaban las plazas, los bares, las carnicerías...

El día, sin embargo, aún palpita con cierta algarabía. A veces, hasta hay corrillos de vecinas en alguna puerta, pero son las menos veces. Hoy vengo de mañana; algo inusual venir al pueblo en mitad de la mañana un día laborable. Entro por la parte sur, por la nacional Ciudad Real- Madrid, y mi vista se alza inútil por encima del silo del trigo, como si lograse ver las eras en las que jugó mi infancia. Los bombos metálicos, que destellan y ciegan bajo el sol, me impiden ver el campo aterronado y tostado por el sol a su otro lado. Las dos calles que recorro con el coche, al apartarme de la nacional hasta llegar a la puerta de la casa paterna, son transitadas por un par de vecinos que conozco. Uno, anciano, cruza en bicicleta, con un pedaleo lento, como siempre me pareció que se movía la vida y pasaban los años hasta que me trasladé a vivir a la ciudad. La otra lleva un carrito de la compra y va ligera, como una hormiguita deseando entrar en la boca de su hormiguero y depositar lo que lleva entre sus fauces para afanarse en otro quehacer.

El pueblo es pasado, sin duda, pero un pasado ineludible, porque aún quedan restos de él: unos padres ancianos y un cementerio en donde yace el polvo de mis hermanos muertos. Me empeño en asir el presente como un puñado de agua que se escurre entre los dedos, como aquel vaso infantil que formábamos con las manos para beber el agua de las fuentes. Inútilmente lo retengo, se escapa sin saciar la sed del día, como aquel trago del agua escurridiza. En el pueblo experimento la misma soledad, grata a veces, dolorosa otras tantas, que me invade frente a una hoja de Word y un cursor que palpita a la espera de que surjan las palabras. El pueblo se ha convertido en una constante evocación del pasado, en donde un día barajé la posibilidad de un futuro y quise construir una casa en donde tener un espacio para el descanso, la lectura y la escritura. Hoy desecho esa idea con la certeza de que volver es irse, que escribió María Luisa Elío, de que el tiempo me ha convertido en una ajena de mi propia calle, de mi propia casa, de aquellos jardines de infancia y rincones secretos en donde lo hermoso y lo terrible se dio a un tiempo.

Y así es este sentimiento de extrañeza, como si la tierra rehusara de mi presencia, como si no reconociese mis pasos que fueron tantos... Un sentimiento hermoso y terrible a un tiempo. La vida es una cuenta atrás que se descuenta siempre hacia adelante. Y esta vida que siempre me pareció tan lenta, tal vez nunca lo fue tanto, y a su despacio ha ido cambiando, ha borrado huellas, escenarios... El cielo azulado de la mañana me recibe con esa extrañeza, incluso esos cielos estrellados de los sábados por la noche parecen no ser los mismos que contemplaba junto a mi hermana, desde la terraza, en las noches de verano. ¿Cuántas estrellas habrán muerto desde entonces? ¿Cuántas lunas habrán mutado hasta convertirse en una desconocida? La escritura se está convirtiendo en ese asidero del pasado, esa hebra que lo enjareta y lo reconstruye para evitar que se desvanezca. Escribir de la misma manera que juega un niño, sobre lo hermoso y lo terrible.

Leo ahora a Luis Landero, 'El balcón en invierno', representante de esa escritura que me sosiega y me provoca admiración a un tiempo. Me gusta esa prosa sencilla, pero a la vez solemne, que engarza las frases como un racimo de uvas. Si un párrafo es genial y perfecto en su idea, el siguiente no lo es menos por su redondez. Esa escritura, que parece fluir como manantial, sereno pero inagotable, esa danza de palabras que conforman un baile hipnótico y acogedor, y que hablan de lo cotidiano, con sus misterios, sus celebraciones y sus duelos, es la que cada día aprecio más como lectura y como refugio de las horas. Escribe Landero: 
Y por querer, yo quisiera escribir como un niño, a quien el hombre experimentado y sabio, con destrezas adquiridas en muchas horas de soledad y estudio, viene a rendirle pleitesía, a ofrecerle presentes, como si el niño fuese un rey caprichoso y tiránico, pero legítimo y único rey  al fin. Tantas mañanas de escritura, tantos atardeceres de descansar la mejilla en la mano, los ojos escocidos de tanto leer... Qué se yo, eso cansa, y a veces aburre y desanima... Pero el niño es incansable y juega sin parar. Y cuando el sabio duerme y descansa con su camisón y su gorro de borla, el niño sigue jugando con botones y cajas de cartón que son ejércitos, y reinos y batallas, poniendo el mundo en un orden nuevo, contando para sí  las historias secretas que el ciego corazón le dicta.

Y así, cuando el tiempo nos borra, el niño que escribe recrea lo hermoso y lo terrible que una vez aconteció, y pone en su mundo un orden nuevo en donde es posible seguir viviendo.

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