10 de noviembre de 2011

Bloguerrelato 2: Amnesia emocional

"A todas las viejas locas les da por echar comida a las palomas", decía él mientras besaba la mano de su nueva amiga de sedosos cabellos dorados y ojos de cálido mar. Ella esbozó una leve sonrisa y asintió al tiempo que acercaba la taza de café a sus labios despintados por los besos.
La mañana discurría con retazos de un cuadro costumbrista:  niños con traje de domingo y raya en el pelo perfectamente marcada, delimitando la dirección de cada cabello sin dejar opción a rebeldía de los remolinos propios de algunos flequillos; los adultos ataviados oportunamente, portando sobre sus hombros o sobre sus brazos ligeras prendas propias del abrigo del mes de noviembre; el inconfundible olor a castañas asadas; y el sol matinal de aquel día festivo, que acariciaba las espaldas de los clientes de las terrazas de la plaza Mayor, y que parecía contribuir a tan luminosa y bulliciosa estampa.

¿Pero qué fue de la primera protagonista de esta historia? Ah, sí, la anciana que echaba de comer a las palomas... ¿O era él, aquel que la etiquetó de loca? Apuraban su taza de reconfortante café cuando vieron, con sorpresa primero, después con cierta inquietud, más su nueva amiga que él, que la anciana se dirigía a su mesa. "Nos ha oído", sólo le inquietó a ella.

"Buenos días, niño Alonso", dirigiéndose a él con una sonrisa en los ojos. "¿Me conoce?". "Nos conocemos, aunque hace tantísimos años... Mucho antes de que te conociese todo el mundo. Soy María", y esperó. "María... Conozco a tantas marías que ahora mismo no caigo", dijo él, entre divertido y algo confundido. "Ya...", bajó los ojos ahora con una sonrisa triste en ellos, y prosiguió: "Yo te conocí cuando todavía no llevabas  el "don" como prefijo, aunque sabía que algún día lo buscarías o te lo pondrían. Eras un niño muy listo. Por entonces, de tan chiquito que eras, el "don" te hubiese aplastado sin remedio. No he dejado de seguir tus pasos, con la satisfacción de verte crecer como tú querías... Pero eso poco importa ahora". "Lo siento", dijo él, incómodo por lo que empezaba a considerar un reproche o una culpa que no sentía. Se puso en pie y con un gesto instó a que su bella acompañante  hiciese lo mismo. Solicitó al camarero, que pasaba presuroso con bandeja repleta en mano, la cuenta. "Pues María, le agradezco que se haya acercado a saludar. Si nos disculpa, llegamos tarde...", y depositando un billete de diez euros sin mirar la cuenta, echaron a andar mientras María regresaba a las palomas. "Ya te dije que a estas viejas de las palomas les falta un tornillo...", comentó a modo de disculpa a su acompañante.

Repartía diminutas miguitas de pan mientras los veía alejarse, y constató que seguía metiendo los pies hacia adentro cuando andaba, como cuando era niño, y que casi pisaba con la cara interna de los talones el suelo... "¡Jodido niño! No había manera de que se pusiera las botas ortopédicas... Sabía yo que esos pies acabarían torcidos".
Y siguió dando de comer a las palomas, pensando para sí que la gratitud es un don en el que no cabe el olvido, y que solo practican y valoran los humildes.

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