8 de febrero de 2012

Blogueguería 49: Desorden

El verano evoca infancias, infancias interminables como un interminable día de verano. ¿Te acuerdas de aquella vez en la que... ?, decíamos refiriéndonos a ayer o antes de ayer. Infancia inagotable. El invierno era una larga espera dibujando vahos en los cristales de una ventana. 
Anhelaba la llegada del calor, la manga corta, los pies descalzos y aquella grata sensación de libertad de los espacios llenos de luz. El verano era un placentero desorden en el que irse a la cama a las nueve de la noche no procedía porque era cuando la vida inundaba las calles que abandonaban el bochorno de la tarde, y las casas desechaban el hermetismo de sus puertas  y ventanas para abrirse de par en par cuando llegaba la noche y su refresco.

Hace años que dejé de anhelar el verano, una estación que me sigue pareciendo interminable pero agotadora, y cuyo desorden, lejos de resultar placentero, me irrita. El verano es y será siempre una estación para niños, de infancias, o para los más jóvenes capaces de soportar su desenfreno. Los años cambian nuestros gustos y las preferencias, sucede con lo que comemos, por ejemplo, de repente un día te ves saboreando un plato de pimientos asados aliñados con aceite y ajo y el puntito de unos trocitos de bacalao desalado, y de pequeño no podías soportar el olor de los pimientos y te daban arcadas solo con llevarte el bacalao a la boca.

Tal vez sea por eso, ese cambio de gustos que no sabemos muy bien cómo acontece, por lo que ahora me gusta el invierno, me siento cómoda en esta estación que impone cierto rigor a los días: menos luz, bajas temperaturas, ropas oscuras, cuerpos encogidos y cuellicortos bajo el abrigo de chaquetas y bufandas, puntuales despertadores, duchas matinales, horarios de colegios... esa organización de vida como de ejército de hormigas a la espera del fin de semana, la distensión del viernes, ese relax que comienza a notarse en esa última hora de trabajo que cierra la jornada, ese levantar el pie del acelerador porque no hay prisa por llegar ni el tiempo apremia.

Los fines de semana invernales tienen algo de placentero y necesario desorden, de flexibilidad de horarios, de permisividad, algo de caos: abuso de cafeínas, una chispa de alcohol que da más gracia a la vida que la de la coca-cola, nocturnidad... aunque tengo ganas de desafiarme con eso de hasta que el cuerpo aguante, siempre me he retirado antes de sucumbir al cansancio, antes de que sea la noche la que se largue y me deje porque despunta el día... Sí, tengo ganas de amanecer tarde (o temprano) sin haber cerrado los ojos todavía, y experimentar esa atemporalidad, esa desorientación del que vela o duerme a destiempo solo por placer. Y me gusta este desorden porque lo sé finito, perecedero, pero intermitente con ese otro paréntesis más largo que es el grueso de la semana... Y ya es miércoles. 
 
 

2 comentarios:

  1. ¡Precioso escrito! ¡Precioso!

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  2. A mí también me gusta cada vez más el otoño y el invierno, aunque el verano me sigue fascinando. Me recuerda mucho a la infancia, no hay menos exigencia global, se relaja la tensión laboral, ese capitalismo tiburonil que nos acecha.

    Pero en primavera y verano hay como la obligación de hacer muchos planes y pasarselo teta todo el rato. En las estaciones más frías eso no importa, y uno puede estar más recogido sin tener que dar cuentas a nadie. Sí, hibernar tiene su encanto, y es necesario para salir luego a la luz con todo el esplendor.

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