27 de marzo de 2012

Blogueguería 61: La primavera ha venido...

Ha sido un invierno sin hielos, sin nieve, sin lluvias, sin la crudeza de las temperaturas de otros inviernos, éstas han sido más bien suaves, llevaderas. Un desconcertante invierno por su silente transcurrir, por sus días comedidos, sin excesos, con esa nueva estampa de terrazas de bar con sus estufillas. Un invierno que no ha precisado guantes, como mucho una bufanda, y más por estética que por necesidad.

La crudeza de este invierno ha estado en lo personal, los hielos se han dejado sentir más en el ánimo, en esa extraña soledad que acontece cuando la adversidad surge de manera inesperada, cuando nos pilla desarmados. Un extraño invierno revelador de no menos extrañas pasiones y sentimientos, de esas batallitas internas y soledades de guerrero.

Hay acontecimientos claves, con fecha (o estación) en el calendario de vida, que nos hacen mirar el mundo de otra manera, que nos descomponen para volvernos a componer, a empezar a asumir ciertas cosas desde un prisma nuevo. Diría, por ejemplo, que el día en el que mi primera hija vino al mundo, otoño de 1997, me sentí invadida por algo que no sé si definir como felicidad, pero se aproxima, al tiempo que un terrible peso sobre los hombros que no ha desaparecido y creo que no desaparecerá jamás. Diría que la  muerte de mi hermano Javier, extraño verano del bisiesto 1988,  me llevó la conclusión de que el rencor nos envilece y que instalarse en el dolor nos vuelve amargos y seres grises. Diría alguno más: una relación, definámosla como díficil, a temprana edad, un grave accidente de coche del que salí completamente ilesa..., en definitiva, acontencimientos de vital trascendencia que van marcando una trayectoria igualmente vital y un prodecer muy diferente al que hubiese sido si esos hechos nunca hubiesen acontecido.

Este invierno será una estación a reseñar en el calendario vital, de una tristeza que ha pesado en el ánimo, de una decepción igualmente vital, y así se ha ido escurriendo, como los días han ido alargándose abortando cada vez antes la penumbra de la tarde y atajando el amanecer, como el coche ataja los kilómetros de carretera cada mañana. Esa cálida y apacible luz duradera que acaricia la nariz en una terraza de tarde y que pone punto final a un invierno raro.

El paso del tiempo convierte la llegada de las estaciones en nostalgias, la primavera siempre me evocará un cercado sin cerca, limítrofe con mi casa, la paterna, en donde la hierba crecía hasta la altura de nuestras caderas, un eterno jardín de infancia que se plagaba de margaritas y de amapolas, en donde las mariposas y nosotros revoloteábamos hasta que ese último rayo de luz que se perdía entre las tejas nos decía que el infatigable día llegaba a su fin, y una calle tomada por las golondrinas que sorteaban con un quiebro ágil y veloz lo que parecía que iba a ser estrellarse contra el suelo o una pared de cal. Idílica estampa primaveral que se repetía cada año, o así creo recordarla hasta los diecisiete. La primavera era sensación de libertad, la que daba despojarse de las chaquetas; era esa felicidad en forma de luz tibia y radiante que se colaba por un pequeño ventanal; era renovación y colorido; era esa grata sensación de que la vida empezaba de nuevo...

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