21 de septiembre de 2012

Blogueguería 100: Esa dañina ociosidad

Corrían finales de los setenta. Recuerdo a mi padre y a los vecinos del barrio, al caer de la tarde, caminar calle arriba camino de la plaza. Los hombres de antes caminaban con las manos en los bolsillos; alguno tenía una curiosa manera de andar, balanceando exageradamente los brazos, con un vaiven sincronizado del resto del cuerpo que equilibraba aquella extraña manera de desequilibrarse con los brazos y que le hacía reconocible a lo lejos. Los brazos, desde el punto de vista de la motricidad, son esa pértiga que equilibra al funambulista, es lo primero que extendemos cuando aprendemos a andar y nos lanzamos a la carrera. Los otros podían confundirse cuando regresaban, allá en la lejanía de la esquina de la calle, pero él era incofundible. Su hijo ha heredado los mismos andares.
 
Las calles eran chorerillos  de hombres en dirección a la plaza en busca de trabajo, a ver si por obra y gracia del amo, caía aquel  "aviso" para ganar el jornal de la mañana siguiente. Corrillos de hombres en la plaza, estratégicamente colocados para hacerse visibles ante los ojos de los capataces de las casas grandes de labranza. Era época de precariedad, apta para el bacinéo, para ese lameculeo del que dependía, en el sentido más literal de la palabra, el pan de los hijos. Muchos volvían como iban: con las manos en los bolsillos. Por entonces no existían los subsidios de desempleo tal y como se conoce hoy, esa cobertura por desempleo no era infinitamente prorrogable, ni tampoco se convertía en una renta activa de inserción. La situación de parados de excepción era la más común de las situaciones en la inmensa mayoría  de las familias. Por entonces, en esa España recién transitada y con una tasa estimada de paro en un 25%, con su titubeante democracia en pañales, quien no tenía trabajo corría el serio riesgo de pasar hambre, o ,cuando menos, tener que enviar a sus hijos descalzos al colegio, o no enviarlos para llevárselos al campo, a recoger aceitunas en lo que se denominaba "la rebusca", que consistía en recoger aquellas aceitunas que quedaban entre los troncones o los surcos de los olivares tras la recolección.
 
Recuerdo aquella manera de vivir como ley de vida, como si más allá de un agotador día de trabajo en el campo, de ponerte siempre el mismo pantalón desgastado, normalmente heredado,  y un jersey de lana hecho a mano, no fuese posible aspirar a otra forma de vida menos austera, menos sacrificada, más grata.

Y salimos, pero entonces dependíamos de nosotros mismos.
 
Hoy, las cifras del paro nos convierten en un país de ociosos, una dañina ociosidad que se aleja mucho de la defensa que hacía Stevenson, que más bien se relaciona con la apatía, con los brazos cruzados, con la mirada que no ve más allá de otro día que termina.

Ignoro cómo se percibe esa ociosidad del parado en las ciudades, vivo en una en la que tal vez la cifra se aleje mucho de esa actual tasa, que ronda ya la de aquellos setenta. En los pueblos, esa ociosidad se ve en los bancos de las plazas y en los quicios de las puertas. Esos bancos, ocupados en el foco de la mañana por ancianos con bastones e historias de mili y de guerra (sí, todavía los hay que viven para contarlo), ahora también son ocupados por hombres jóvenes, que observan en silencio el trasiego de madres que traen y llevan a sus hijos al colegio, como si esa fuese la única actividad posible del día. Muchos de ellos cobran el subsidio por desempleo, lo han prorrogado o cumplen los requisitos para la renta de reinserción activa... No tienen prisa, tampoco es que exista dónde ir corriendo. Las mujeres de algunos también perciben un subsidio por ser conyuge de parado de larga duración... Muchas familias se sostienen merced a esa economía sumergida que desempeñan las mujeres. En épocas de extrema crisis, ellas encuentran más posibilidades, son menos escrupulosas: friegan escaleras, lavan culos a los ancianos, les dan compañía, cuidan niños, ejercen la prostitución...
 
Y mientras todo pasa, nos acomodamos a ese ocio conformista, de ir tirando, de ya saldremos por alguna parte, sin mover ni tan siquiera las pestañas no sea que revoque el aire.



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