6 de diciembre de 2012

Blogueguería 113: El Gambrinus

Durante los cuarenta y cinco minutos que daban de sí los seis euros en la pista de patinaje, y tras unas fotos a las niñas, como prueba irrefutable y para envidia de sus amiguitos del Tuenti, he entrado al antiguo Gambrinus a tomar un café. No sé qué nombre tiene ahora el que fue uno de los bares restaurantes más afamado de la calle Toledo, siempre lo he llamado por el nombre con que lo conocí en su época de esplendor, allá por finales de los 80.
 
La decadente estampa de hoy, marcada por una gélida tarde de especial grisura, me ha evocado aquella época dorada. De entonces hay una anécdota de cierta noche en la que regresábamos de la última sesión de cine; era jueves, cerca de la una, la barra del bar ya estaba desierta. Fin de jornada de una noche posiblemente abarrotada de clientes, como era habitual. A través de los cristales se podía apreciar a tres camareros abrillantando las últimas copas y colocándolas en su lugar. Decenas de tazas, dispuestas boca abajo sobre su correspondiente plato, se ordenaban en perfectas hileras sobre la barra, a la espera de los cafés de la mañana siguente.

Los distinguidos camareros vestían pantalón negro impecable, camisa blanca impoluta, chalequillo rojo perfectamente abotonado y una pajarita negra. En la puerta había uno de esos cochecitos que una moneda les hace moverse con un vaivén que más simula el lento caminar de un equino cojo que el movimiento de un vehículo de cuatro ruedas. Acabábamos de ver "El sueño del mono loco", de Trueba. T comentaba que no volvería a ver una película tan horrible como esa. A T le da miedo dormir sola, por entonces compartíamos habitación de piso de estudiantes, y si alguna noche la pasaba fuera con Jota, cuando regresaba de madrugada siempre me encontraba la luz encendida de nuestro cuarto y a ella acurrucada en posición fetal. Me inspiran ternura los miedos infantiles en las personas adultas: al ruido, a la oscuridad, a dormir solas, a quedarse solas en casa...
 
En esa conversación sobre la película estábamos, cuando a Juancar, nuestro acompañante habitual del cine de los jueves, se le ocurrió subirse en ese coche y echar una moneda (25 pesetas, creo recordar). Comenzó el balanceo que él exageraba a propósito con su cabeza, con objeto de provocar una de esas ridículas imágenes de un tipo enorme en un cochecito, y así hacernos reír. Estaba consiguiendo su propósito cuando salió uno de los camareros, se puso en jarras delante de él y, con relajada voz y tono compasivo, le dijo: "¿No crees que eres un poquito mayorcito para eso?". Juancar se bajo muy serio, muy digno, y nos alejamos de allí a paso ligero y entre risas, mientras el camarero entraba al bar dándole a la cabeza y el cochecito seguía su balanceo hasta que se agotase el tiempo que compraba aquellas 25 pesetas.
 
Hoy estaba completamente vacío, tan solo un joven camarero que ha atendido inmediatamente. En esos instantes ha entrado un anciano, enjuto, de pasos vacilantes. El camarero le ha dado las buenas tardes, y antes de que dijese más, el anciano ha negado con la mano. Se ha dirigido al fondo, en donde antes estaban las mesas del restaurante y en donde ahora hay un oscuro vacío con una pantalla gigante donde ver algún evento deportivo de interés, fútbol, imagino. Ha oteado, como si buscase a alguien. Ha vuelto sobre sus pasos y se ha despedido diciendo, con aguda voz de cascarrabias: "No están las cosas para dejarse el dinero en los bares".

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