16 de diciembre de 2012

Blogueguería 116: Paseante

Existe una especial agustez, que diría Eduardo Laporte, en eso de pasear solo. Descubrir la ciudad desde la mirada del que pasea, semejante al flâneur de Baudelaire, sintiéndonos anónimos observadores entre la multitud desconocida. En esta ciudad siempre hay que matizar: rara vez hay multitud y rara vez es desconocida. La tarde de hoy ofrecía un excepcional escenario en el que poder observarla desnuda, totalmente desierta.
 
Siento especial atracción por esos escenarios repentinamente vacíos: calles, jardines, parques... y el efecto que produce en ellos la luz fría de una tarde sin sol. Es como si repentinamente la ciudad fuese otra, desconocida y ajena a sus moradores de siempre. Los parques, tan vivos en primavera y en verano, tan arrealistas en invierno, como si para ellos también llegase un periodo de hibernación, de letargo de bullicio y de risas de niños. Apenas una silueta arrebujada bajo el abrigo, que se vislumbra entre los largos paseos de esqueletos de árboles; el tintineo sordo de las fuentes, como si la humedad del ambiente ahogase la algarabía del sonido de los chorros en su incesante caída.
 
Las nuevas terrazas de los bares de la plaza Cervantes, con sus luces mortecinas y sus lamparillas de calor, albergan a algún solitario acompañado de una taza de café vacía y un puro consumiéndose entre sus dedos; una pareja que comenta y se ríe de la foto de un móvil. Él la mira mientras ella ríe mirando el móvil; por su manera de mirarla, aventuro que la quiere, no me atrevo a aventurar nada más. Una mujer vestida de negro, con un andrajoso carrito de la compra, entra en el habitáculo y se dirije a cada una de las mesas en donde suelta su letanía aprendida hasta la saciedad, en todas recibe la negación por respuesta. Se marcha por donde había venido.
 
A los vagabundos de verano también parece habérselos tragado la tierra, o hibernan igualmente, para preservarse. Buscan nuevos refugios en donde aletargar su necesidades y calmar su frío. Los de los jardines del Prado fueron expulsados por la continua presencia de la policía en la zona. Ahora se refugian entre los cedros de la plaza de la Merced. Allí los veo hacer sus necesidades cuando cruzo alguna tarde, acuclillados en los troncones de los árboles. A veces se jalean entre ellos, como una diversión: ¡Guarro, se te ve el culo! ¡Te está viendo esa mujer que pasa por ahí! ¡Eh, tú...!, gritan a cualquiera de los transeuntes para llamar la atención sobre el que está agachado. En los bancos de piedra esparcen sus litronas y sus bolsas de plástico con lo que parecen restos de comida, tal vez también queden ahí diseminados los restos de su dignidad, de la que es necesario prescindir para poder subsistir. Cuando cae la noche, desaparecen.
 
Hay algo de especial en las tardes desiertas, tal vez esa desértica soledad que nos aproxima a los pequeños detalles, a los excepcionales sucesos, a las caras excepcionales, a los accidentales actores de esos escenarios vacíos, y a nosotros mismos, como escrupulosos observadores de nosotros mismos.

1 comentario:

  1. Hola Carmen,

    Acabo de terminar de escribir odiosos informes sobre los siete grupos que me ha "tocado" dar este año. Ha sido un domingo maratoniano en el que no me he levantado de la mesa sino para comer y para cenar. Son las 0:04 y he despedido el día con tu lectura. Un verdadero placer, al menos así yo también me he paseado. Gracias por escribir.
    Make ( María Jesús Ilincheta)

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