9 de enero de 2013

Blogueguería 123: Días en mate

Agoto el último día de vacaciones. Durante el estresante verano es el grueso, con sus días eternos, la quemazón del sol, la calima irrespirable, las noches de silencio quebrantado por las risotadas de pandillas de jóvenes bajo la ventana y por el exceso de calor. Siempre he prefierido el periodo postnavideño para disfrutar de esos ripios, días sueltos, tan placenteros por ser los últimos y a destiempo; cuando todos vuelven a sus rutinas, las escolares y las laborales, y la casa queda en ese prolongado silencio que solo altera mi presencia.

Soy la primera en abandonarla por las mañanas, en medio de ese otro silencio en el que todos duermen. Me muevo con felino sigilo para no alterar su sueño, camino entre sombras, esquivo las siluetas de los muebles y evito el roce de los tacones sobre el mármol. Andar de puntillas y a tientas por la casa es un juego infantil.

Hoy es un día en mate, opaco, como lo fue ayer, sin reflejos de luz en el color de las fachadas. La ciudad adquiere un tono perlado; su cielo, sus jardines, sus calles... incluso las caras de la gente son perladas, sin la rojez del calor de la sangre en los labios, ni en la mejillas.

Los escasos grados sobre cero no impiden el chapoteo de los gorriones en la fuente de la plaza Mayor; iban y venían, revoloteaban como si se tratase de un día de sol apacible y el agua aliviase el calor de sus diminutos cuerpecillos... Creí que los gorriones volaban hacia el sur en invierno. He sentido un escalofrío al verlos, como si ese chapuzón suyo en agua fría calase mi ropa.
Me he desquitado con un café en La Deliciosa. No es este un lugar que me agrade especialmente; no se sabe si es cafetería, pastelería, heladería... Los lugares para todo pierden encanto e identidad. Además, quieren aprovechar tanto el espacio que asfixian ese otro, el vital. Hasta los enseres precisan de espacio vital, el necesario para levantarte de la silla sin necesidad de molestar al de la mesa de al lado, ni que nuestros bolsos al hombro vayan dando en las cabezas de los clientes que toman tranquilamente su café con sacarina y  torta manchega de frutos secos. Algunas de esas mesas están tan pegadas a la puerta de entrada que, cada vez que se abre, el frío se cuela a bocanadas entre las piernas. Pero también es cierto que es de los pocos lugares en esta ciudad en donde tomar café a solas es pasar inadvertida. Si se sabe escoger estratégicamente la mesa, es un privilegiado refugio para la observación.
La tarde sigue pintando gris. Hoy tampoco saldrá el sol, aunque sé que está ahí, tras esa inmensa cortina blanca.




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