11 de enero de 2013

Blogueguería 124: El TaYer

Hace ahora tres meses, me embarqué en la aventura de un curso de escritura autobiográfica al que, por un juego de palabras, bautizamos como El TaYer. Ha sido la primera experiencia, harto positiva y enriquecedora.

La próxima edición está en puertas, os animo a descubrir vuestra capacidad, todos somo un potencial, todos tenemos algo que contar y todos y cada uno tiene su personal manera de hacerlo. Si tenéis curiosidad por descubrirlo, Hazte escritor

Aquí os dejo una muestra. Esta fue la Tercera aproximación:
El recuerdo de un "espacio muerto” o bien la evocación de un “monolito invisible”, en clave melancólica y sin privarnos de subjetividad.
Mi espacio muerto fue ese solar, lugar común, en el que se desarrollaron nuestros juegos infantiles, desde aquel recuerdo infantil que traté de rescatar.


Ejercico #3

El paraíso perdido

 Nadie nos expulsó de allí, lo abandonamos nosotros mismos, casi todos a un tiempo y sin darnos cuenta, como se va la niñez, como se van las horas cuando somos felices.

Aquel solar, al lado de casa, nos convertía en unos privilegiados con jardín de infancia propio. Era un cercado rectangular, de paredes de piedra enjalbegada, al que llamábamos el cercón por su inmensidad, mucho más desproporcionada desde la percepción de nuestros pequeños cuerpos y la distancia que alcanzaban nuestras diminutas zancadas. El resto de niños tenían las eras, lugares comunes a las afueras, en donde solían concentrarse a la salida de la escuela; el cercón era nuestro, solo nuestro, escondido en aquella calle que también era la nuestra, en aquella frontera infranqueable de líneas imaginarías que ningún otro niño de fuera osaba traspasar.

Lo recuerdo cubierto de una espesa capa de nieve, la más espesa que habré visto nunca, y un enorme muñeco que hicieron mi padre y mi tío José, y que tardó días en deshacerse bajo el tímido sol invernal. Lo bautizamos con el nombre de Michelín, así se empeñó mi primo Josemari en llamarlo, un entusiasta de los camiones y de los coches, como su padre, y de aquel ridículo muñeco gordo que anunciaba neumáticos en televisión y que decoraba la entrada de la gasolinera o la portada de los talleres de reparación de coches. Siempre he tenido manía a los niños sabiondones de marcas de coches y camiones; me parecían unos cabezas huecas. Mi primo no se escapaba a mi antipatía. No sabía jugar, solo sabía hablar de coches.

 

Existían los restos del muro frontal que el tiempo había desmoronado, piedras apiladas en donde nos encaramábamos simplemente por el placer de caminar sobre aquella inestabilidad. La infancia descubre el mundo con continuos desafíos.

 

Sobre esos restos de piedras, se sentaban a charlar los vecinos cuando llegaba el buen tiempo, en la tibieza de las tardes de marzo o las nostálgicas horas de finales de septiembre, antes de ponerse el sol. Algunas de aquellas piedras eran cóncavas, desgastadas por el uso. No tardaba nada en formarse el corro, como una quedada habitual, una hora punta de necesario encuentro, de vida social, en donde afloraban las anécdotas del día y demás animosas conversaciones sin más ni menos transcendencia que lo cotidiano. La vida de puertas para afuera, en aquella calle, que como dice Millás, era metáfora del mundo.

 

Fue aquel un amado rincón; a veces, desierto del Oeste americano; a veces, selva de Tarzán; otras tantas, campo de fútbol improvisado… Allí hice un descubrimiento macabro: más allá de la muerte solo hay putrefacción. Sucedió aquel día en el que nos encontramos la cría de un gato muerto. Mi hermana y yo decidimos enterrarlo en aquel lugar. Hicimos un hoyo, depositamos con mimo aquel cuerpo sin vida, devolvimos la tierra a su lugar, lo rodeamos de piedras para que nadie pudiese profanarlo y pusimos una cruz hecha con dos palos de ramas de olivo. Al cabo de un tiempo, sentimos curiosidad por verlo. Lo desenterramos; el pánico se apoderó de nosotras. Seguimos enterrando a animalillos muertos: gorriones que caían de sus nidos, otras crías de gatos… Y ahí se quedaron para siempre, bajo una tierra prensada con  nuestros pisotones.

 

Llegó un día en el que me di cuenta de que aquel lugar había dejado de pertenecerme. Cuando dejas de ser parte de algo o de alguien, te lo dice una especie de desgarro interno, la insoportable certeza de lo irrecuperable, un fino dolor visceral que dura su tiempo hasta que se desgasta o se recluye en algún lugar de nuestro cerebro.

Nuestra prolongada ausencia lo había convertido en un lugar abandonado. Habíamos crecido y nuestros espacios eran otros más materiales y transitados por adultos. Las latas oxidadas y los montones de escombros soterraban los primeros brotes verdes de primavera, y lentamente también fueron borrándose nuestras huellas.

Hoy son tres casas unifamiliares, de fachadas idénticas como los impersonales uniformes de colegio, las que ocupan aquel espacio. El boom inmobiliario acabó con su arrealismo y lo dejó convertido en un emparedado de recuerdos entre sus ladrillos. Hay niños dentro de esas casas, y aunque todas las infancias se parecen, o eso afirmaba Moix en ‘El beso de Peter Pan’, ninguno de ellos sabrá que bajo el suelo de su dormitorio y tras esos muros de sus patios existió un lugar en donde los que fuimos niños de esa calle tuvimos nuestro mundo.

 



2 comentarios:

  1. Hola Carmen,

    Escribes muy bien.

    Cada vez cuando no puedo conciliar el sueño, en mitad de la noche, pienso en escribir de mi infancia y años de juventud. Pero cuando viene la mañana y empieza el día nuevo, los acontecimientos de trabajo, de familia, y de pereza :) tienen prioridad y la idea de escribir fracasa. Hasta el otra noche de insomnio.

    Saludos.

    ResponderEliminar
  2. Gracias, Dim.
    Pues te diría que aproveches ese impulso creativo que te produce el insomnio, aunque sean pocos renglones. Al cabo de un año, tal vez hasta tú mismo te sorprendas de lo que has sido capaz de recuperar en esos pequeños buceos hasta tu infancia y tu juventud en tus noches insomnes.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar