15 de enero de 2013

Blogueguería 125: El origen

Cuando me ha asaltado la idea, eran las 18.20 de la tarde. He mirado la luz por la ventana... Me he alegrado al comprobar que atesora victoriosa sus minutos. Aún estaba a tiempo.

Pintaba azul, desleído en la consumada puesta de sol, el cielo de la calle Lirio. Escrutar con la mirada desentraña siempre un paisaje inadvertido; a veces nos sorprende su belleza; otras es un paisaje desolado que solo sugiere fealdad, una fealdad inhóspita, fría... Hay algo de desolación en esas fachadas muertas, a las que ni las pintadas hacen hablar. Esa es mi ciudad, un conglomerado de edificios de ladrillo, con fachadas semiderruidas en sus arterias principales como prueba inequívoca de su  abandono, de su desidia.


 
 
En el número 9 de la calle Lirio vivíría la familia López-Villaseñor, aunque Manuel no nacería allí, lo haría dos calles más abajo, en Compás de Santo Domingo, por un arreglo temporal de la vivienda familiar.
Ni una sola reseña, en ninguno de los edificios de la calle Lirio, que indicase dónde estuvo ubicada la casa del pintor local. Qué menos que algo como: "En este edificio vivió su infancia y su juventud el insigne pintro manchego Manuel López-Villaseñor". Ni rastro. La oscuridad de la tarde y la premura por recorrerla de principio a fin no me han permitido reparar en los números de los edificios; saber más  o menos a qué altura de esta calle estaría aquel número 9, en donde imaginar a Manuel niño, adolescente y la aprehensión del mundo sobre cualquier cartón, tela o material sobre el que pudiese trazar una línea. Tal vez fue esa necesidad vital de dar vida a aquel mundo, que un traumatismo de la columna vertebral con apenas un año de vida le impedía conocer como el resto de los niños, el germen de su pintura. Poco sabemos de aquel genio que se gestaba en una humilde familia de una paupérrima ciudad, en esa Mancha que Cervantes escogió como parodia de una España que dejó de ser un imperio y un poco como símbolo de 'el culo del mundo', que dijo aquel...

 
 

 
 
La calle Lirio desemboca en la plaza de la Concepción. Desde una de las esquinas de la plaza, iluminada con rutilantes farolillos de luz anaranjada, me he vuelto para echarle un último vistazo. He podido comprobar que la planicie que siempre he atribuido a la ciudad, como su planicie cultural y estética, no es tal; la calle asciende con una ligera inclinación hasta la calle Libertad. Eran las 18.45 de la tarde; he mirado el reloj en ese preciso instante para precisar el momento en el que la opacidad se estaba apoderando de la calle y la convertía en una boca de lobo. Por un momento, he querido imaginar a Manuel López-Villaseñor contemplado ese breve instante de la fugacidad de la tarde, la luz sobre los visillos de su habitación, el reflejo sobre algún objeto, y el deseo ineludible de reproducirlo con idéntica precisión a como estaba aconteciendo. 
 
 


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