7 de mayo de 2013

Blogueguería 162: Murmullos de hora punta

Los días se suceden como repetitivas secuencias, imágenes y murmullos de una capital de provincias, en donde todo parece un flujo constante que nos va conformando. A veces me da por imaginar mis días a cámara rápida, un plano fijo sobre el que amanece y anochece una y otra vez, y de repente esa imagen de la tierra agrietada, agotada por el paso del tiempo.

Las mañanas del mes de mayo, sobre las siete, aún no han conquistado la nítida luz de junio, aunque la tarde ha ganado por completo su batalla; resplandeciente, casi eterna, como los veranos de la niñez. 

Esos primeros minutos de las siete de la mañana son un flujo intermitente de gente que asoma al día. Al primero que me cruzo, al salir de mi portal, es al barrendero, al que saludo dependiendo de su actitud: si interrumpe su tarea para alzar la cabeza y mirar, le doy los buenos días; si continúa gacho y a lo suyo, yo a lo mío, que es pasar de largo y subirme al coche del compañero que me espera. Si me toca esperar en la esquina de siempre, suele pasar mi vecina del tercero, escalera izquierda, con la que no tuvimos muy buen trato al estrenarse esta comunidad. Era un poco tocapelotas, pero con el tiempo se avino a razones, y, ahora, como la seda, nos sonreímos y todo, sin acritud. Suele bajar segundos después que yo. A veces, se superponen los ecos de nuestros tacones por los pasillos; otras, me toma la delantera…  Creo que se reta a sí misma a salir antes que yo.

Una pareja joven, sudamericana, ella con sus vaqueros prietos y sus camisetas ajustadas. Él con sus pantalones en las rodillas y su sudadera. Regresan de la calle a esas horas, unas veces charlan; otras, ella le recrimina, lo manda a paseo con la mano, en un gesto de fastidio y  hartura: "Déjeme ya la conversadera". Me gusta esa expresión y el tono en el que se lo dice, y él calla; otras, se comen a besos antes de entrar por la puerta.

El ruido del motor de un coche que se detiene en el STOP de la calle Azucena, y que reinicia la marcha ante la ausencia de tráfico en ese lento despertar de esta ciudad sin prisas. 
Por esa esquina, pasa Pilar, una conocida empleada de correos. Nos saludamos: "¡Eh, hasta luego!... Adiós, adiós". Va como una bala, como si, en lugar de ir a trabajar, fuese en el maratón de Nueva York.

En esos intervalos de breve espera, la ciudad no deja de murmurar. Cruza otra mujer, de unos treinta, aunque parece joven, sus rasgos parecen avejentados. Las desgana avejenta. Viste con esas mallas por debajo de la rodilla, una camiseta ancha y un bolso diminuto que se cuelga alrededor del cuello, en el que posiblemente solo lleve un monedero y un paquete de tabaco. Sin rastro de maquillaje, pálida como la mañana. Puede que sea empleada de hogar, o trabaje limpiando las escaleras de los bloques, puede que sea cocinera en algún bar de desayunos tempranos… Siempre pasa mirando al suelo, o a nadie, más bien parece evitar encontrarse con ninguna mirada.

Ya en el coche, y tomando la salida de la ciudad, en una segunda parada de espera, aparece, doblando una acera, una mujer de unos cincuenta. Pasea a su perro, un pastor alemán que arrastra sus cuartos traseros en un extraño vaivén de cadera. Es penoso ver caminar al animal, que parece anciano, todo lo anciano que pueda ser un perro, y como a un anciano padre lo pasea, acorta su paso al paso del animal, lo espera mientras él camina renqueante hacia ella… Admiro su paciencia y el madrugón para pasear a su perro, en esa hora en la que el placer de seguir entre el calor de las sábanas es mayúsculo: cuando el sol quiere y no colarse entre un resquicio de la persiana y el lejano murmullo de la calle tiene el efecto de adormidera. A veces defeca, y entonces ella saca su bolsita, se pone un guante de plástico y recoge su mierda, un acto de civismo que dignifica semejante tarea.

Vidas que coincidimos en las mismas horas, en los mismos escenarios, que nos miramos sin vernos, o nos vemos sin mirarnos, sin saber el color de nuestros ojos. Solo sabemos que estamos ahí, puntualmente en una esquina, y, tal vez, solo nuestra ausencia nos haga consciente de que ninguno de nosotros pasábamos inadvertidos.


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