1 de junio de 2013

Blogueguería 168: El espantapájaros (Infancias I)

Junio había llegado como ansiado anticipo de la estación eterna: el interminable verano. Baños en la alberca de la huerta de la tía Carmen, sin más traje de baño que la ropa interior. La recámara de una rueda de un coche, por flotador. Una higuera de melosos frutos presidía la entrada de aquella casa en el campo. Los pájaros acudían a la golosina de aquellos higos que rebosaban sus jugos e impregnaban de un aroma dulzón todo el rededor. Aquello provocaba la indignación de la tía Carmen, que hacía inútiles aspavientos con su mandil para espantarlos. Las cigarras ponían notas a aquellos días con su incesante canto.

No parecía hacer bien su trabajo aquel espantapájaros izado sobre sus ramas. Su cabeza era una bola de trapos, un viejo sombrero de paja y una camisa raída sobre aquella percha en forma de cruz hecha con dos largos palos. Aquella figura me provocaba una extraña hipnosis. La observaba a distancia. Y creía que él me devolvía la mirada. Su hierática figura, cuando el estío era aquella inquebrantable quietud en donde solo existía la calima que hacía flamear el horizonte. El ondear de su camisa y una inquietante inestabilidad, como si pudiese ser abatido por aquella brisa estival que levantaba pequeños remolinos de polvo y hojas que en alguna ocasión acababan cegándonos los ojos.

Aquella aparente fragilidad me mantenía ojo avizor. No quería que desapareciera aquella figura que formaba parte del paisaje, encaramado en aquella horquilla del árbol, al que permanecía asido con cuerdas como un condenado. Los veía en otros huertos, pero ninguno tan humano como el nuestro. Apenas un palo con harapos que ahuyentase a las aves, estratégicamente colocados entre los tablares en donde reverdecían las matas con sus frutos incipientes. El nuestro era más que eso, era nuestro celoso vigía, el de las niñas que nos bañábamos en aquella alberca mientras los adultos estaban en sus faenas.

A veces lo imaginaba en el invierno, devastado por las lluvias y los hielos. Pero llegaba de nuevo junio, y ahí estaba, en lo alto. Tal vez era otra camisa, igual de vieja, y el sombrero estaba más agujereado. Y de nuevo los pájaros volvían a burlarse de él en un incesante ir y venir al manjar de la higuera, con el consiguiente enfado de la tía Carmen que despotricaba que ese espantapájaros no servía para nada. Y de nuevo las niñas volvían a chapotear en aquella alberca bajo la atenta mirada de aquel hombre de paja.


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