8 de junio de 2013

Blogueguería 171: La ventana (Infancias II)

Un haz de luz de la tarde recién estrenada se colaba por aquella pequeña ventana con vistas a un inmenso patio interior. Romper su continuidad interponiendo la mano era un juego divertido. La carne tierna parecía volverse traslúcida, de un rosa fluorescente, y un halo de partículas flotantes la rodeaban, como diminutas luciérnagas juguetonas a una bombilla encendida. Con la esperanza de que ese láser indoloro pudiese atravesar el pecho y poner al descubierto aquello que encerraban las frágiles costillas, interponía el cuerpo entero en medio de aquel rayo de luz, haciendo diana a la altura del esternón, y cual lámina de anatomía, solo con una mirada a su interior, imaginaba el estallido cardiaco: ¡Pum!, ese estruendo de la sangre abriéndose paso por sus canales, como la apertura de las compuertas de un pantano. Asistía atónita a aquel constante retorno del vivificante líquido rojo  a través de aquella red vital de  arterías, venas y órganos. Así era ese órgano que tantas veces representábamos sobre un papel, en cualquier esquina de una libreta, y que coloreábamos de rojo vivo y atravesábamos con una flecha.
Aquel haz luminoso y su luz sobre la estancia  lo reconocí años más tarde en un cuadro, Las hilanderas.


Cuando la tarde de invierno nos sorprendía de súbito con su oscuridad, pensaba que si aquella ventana fuese el doble más grande, la noche tardaría más en entrar por ella, como si fuese la estancia la que retenía la luz desde fuera. A veces, en aquellos reincidentes terrores nocturnos, imaginaba cómo ardía esa habitación, alguien había cerrado la puerta con llave desde fuera, y solo aquella ventana era nuestra salvación. Mi madre quedaba encajada en esa estrecha oquedad. La angustia crecía como las llamas aproximándose hacia ella, que moriría sin remedio tras ponernos a salvo a todos. Mi padre no podía salvarla porque no estaba en casa. Los padres nunca están en casa, salvo su autoridad. Tal vez fue él quien echó la llave para proteger su nido hasta su regreso. 
Apartaba aquella idea de mi cabeza como se aparta a las moscas, de un manotazo, me aferraba a las sábanas y escondía la cabeza bajo la almohada... Alguien debería haber hecho más grande esa ventana, pensaba a la mañana siguiente cuando me encaraba en ella.

El frío exterior helaba el vidrio. Pegaba la nariz y los labios contra ese cristal helado y los inundaba con el vaho del cálido aliento. Aquello los convertía en una divertida pista de patinaje para las yemas de los dedos que se deslizaban a su antojo dibujando en abstracto. Después borraba con la manga de la camiseta interior de algodón, mucho más eficaz que la manga del jersey de lana. Una nueva bocanada y vuelta a empezar.

Comenzaba a llover, y me dejaba hipnotizar por aquellas nítidas rayas oblicuas que caían sobre el empedrado del patio hasta empaparlo por entero. Era cuestión de segundos, pero me gustaba ese efímero espectáculo de ir viendo cómo el suelo cambiaba de color y de olor al ser invadido por el agua. Dependía de la fuerza y del grosor de aquellos hilos que caían desde el cielo, y que no entendía muy bien por qué no existía una perfecta verticalidad. A veces, la oblicuidad de la lluvia era tal, que en la intemperie se podía encontrar un hueco en donde no lloviese. Sin duda, este espectáculo era sublime en las tormentas de verano, aquellas que empezaban de súbito, con un nubarrón que el intenso calor de la mañana había formado, y que descargaba su rabia y su fuerza en forma de inmensos goterones que terminaban convertidos en un aguacero. Entonces todo se desbordaba, y mientras mi dedo seguía el trayecto sobre el cristal de una gota de lluvia hasta morir en un borde, mi madre, con una chaqueta vieja sobre la cabeza, abría buzones y desagües en los patios, el interior y el exterior, que evitase que los anegados canalones inundasen la casa.

Cuando reformamos la antigua casa, las pequeñas ventanas de todas las habitaciones se convirtieron en grandes ventanas. La ventana del patio interior es el doble más grande de lo que era. Ya sí cabe mi madre. Ventanas que siempre permanecen veladas por persianas que nunca suben hasta arriba, o por contraventanas cerradas a cal y canto. Todo se me vuelve ir abriéndolas de par en par, y todo vuelve a cerrarse cuando me marcho.

Hay ventanas que no dejan entrar la luz; otras dejan que se escape la vida, como un ladrón; otras son retazos de una mirada.

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