3 de julio de 2013

Blogueguería 181: El cigarrillo

Por las mañanas sale a la hora de siempre, sobre las ocho en punto. Baja a la calle. Antes tomaba el autobús, ya no lo hace, ahora camina sin rumbo fijo. Se ha despido, como hace siempre, con un beso en la mejilla a su mujer. De sus dos hijos no se despide porque duermen. Lleva la misma carpeta bajo el brazo, desde hace un año.  Se adentra en las arterias de la ciudad hasta que se confunde con el resto de la gente; podría ser cualquiera, un bulto impreciso que se pierde con el resto de bultos imprecisos de los que no sabe nada, pero él es alguien, se dice, aunque ahora es el 4.958.645 de la lista del paro. Va bien afeitado y bien vestido, aunque no se pone traje como hacía para ir al trabajo; el traje le hace aparentar más edad. Son cuarenta y muchos, tal vez cincuenta.

Regresa alrededor de las tres de las tarde, con la carpeta y el correo que se ha detenido a coger del buzón. Mirar el buzón y ojear el correo es su costumbre, como salir a las siete treinta y regresar a las tres en punto. Abre cada carta con el mismo entusiasmo de quien desprecinta la revista mensual a la que lleva suscrito años. También trae un periódico junto a la carpeta, que ya no lee, con el que simula el paso de las horas cuando se sienta en algún banco. Lo deja sobre la mesa del salón sin haber descolocado una sola hoja. Lo compra como ha hecho siempre, por seguir también esa costumbre, como la salir a la hora de siempre, la de abrir del buzón de correos y ojear las cartas y regresar a las tres… El caso es intentar ser el de siempre. Mantiene idénticas costumbres que cuando trabajaba, lo necesita para no desesperarse, para evitar caer en la locura del desánimo. Antes lo traía revuelto, posiblemente ya le había echado un ojo por encima en los diez minutos de metro. Solía leerlo detenidamente tras la comida, mientras fumaba un cigarrillo en compañía de su mujer y de un café. Ahora hay poco que le interese, salvo intentar mantener la confianza en sí mismo. Los va almacenando en el revistero, así, vírgenes y desfasados al final del día.

También mantiene su costumbre de salir al balcón después de cenar, aun en pleno invierno. Allí fumaba el  último cigarrillo del día mientras observaba la calle. Hace meses que dejó de fumar.
Hoy es una calurosa noche de julio. Ya va para dos años desde que perdió su trabajo: treinta años observando a través de un microscopio la reacción química de sustancias sobre un porta esmerilado. ¿A qué otra cosa podrá dedicarse? Desde el pasillo, se atisba su silueta en el exterior, esa figura en la que nadie repara, como no se repara en lo que siempre ha estado ahí.
Lo ilumina la luna llena; la luz del salón está apagada y la de la terraza lleva fundida meses; Mañana, a ver si la cambio, se dice. Es un hombre alto, bastante alto, de hombros anchos. Alguna vez comentó que jugó al baloncesto en un equipo universitario. No es hombre de contar batallas juveniles, solo refiere las cosas puntualmente y cuando vienen a cuento, rara vez repite algo que sabe que ya ha dicho. Tiene aire de hombre justo, o de esos cuyos actos no inclinan la balanza.
Apoya sus manos en la barandilla y corva su espalda, mirando la calle. Juega con un cigarrillo entre los dedos. Se lo lleva a los labios y lo enciende. La calada ha sido profunda, como la cantidad de humo que ha exhalado tras ella.
Ese cigarrillo lo ha mendigado en la mañana: se ha acercado a tres tipos que tomaban unas cervezas en una terraza, que fumaban y charlaban tal vez de temas de su trabajo o del itinerario a seguir en bicicleta el fin de semana. Les ha pedido un cigarro. Podían haberle negado ese cigarrillo sin reparar en él, sin ni siquiera mirarlo a la cara, como se hace con cualquier vagabundo con el que no cruzas la mirada y te lo quitas de encima negando con la cabeza. Pero ha tenido la intuición de que, por un breve instante, han sabido perfectamente que era un tipo sin trabajo, no era ningún mendigo, era eso: un tipo sin trabajo, que hasta no hace tanto era uno de ellos, como ellos; tenía su parcela de vida laboral y tomaba sus cervezas con los amigos en una terraza en sus ratos de ocio. Se han visto en él, como una terrible premonición, y han pensado que mañana podrían ser ellos. Ese cigarrillo que ahora fuma tiene mucho valor, es un acto solidario, de empatía… piensa.


Su descabellada suposición puede que se aleje de lo que han pensado esos tres tipos realmente; nadie piensa que mañana puede ser él quien esté en la calle. O tal vez sean cada vez más los que sienten que esta suerte  no es la de unos cuantos, si no la de todos. 


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