Por las mañanas sale a la hora de
siempre, sobre las ocho en punto. Baja a la calle. Antes
tomaba el autobús, ya no lo hace, ahora camina sin rumbo fijo. Se ha despido,
como hace siempre, con un beso en la mejilla a su mujer. De sus dos hijos no se
despide porque duermen. Lleva la misma carpeta bajo el brazo, desde hace un año.
Se adentra en las arterias de la ciudad
hasta que se confunde con el resto de la gente; podría ser cualquiera, un bulto
impreciso que se pierde con el resto de bultos imprecisos de los que no sabe
nada, pero él es alguien, se dice, aunque ahora es el 4.958.645 de la lista del
paro. Va bien afeitado y bien vestido, aunque no se pone traje como hacía para
ir al trabajo; el traje le hace aparentar más edad. Son cuarenta y muchos, tal
vez cincuenta.
Regresa
alrededor de las tres de las tarde, con la carpeta y el correo que se ha
detenido a coger del buzón. Mirar el buzón y ojear el correo es su costumbre,
como salir a las siete treinta y regresar a las tres en punto. Abre cada carta
con el mismo entusiasmo de quien desprecinta la revista mensual a la que lleva
suscrito años. También trae un periódico junto a la carpeta, que ya no lee, con
el que simula el paso de las horas cuando se sienta en algún banco. Lo deja
sobre la mesa del salón sin haber descolocado una sola hoja. Lo compra como ha
hecho siempre, por seguir también esa costumbre, como la salir a la hora de
siempre, la de abrir del buzón de correos y ojear las cartas y regresar a las
tres… El caso es intentar ser el de siempre. Mantiene idénticas costumbres que
cuando trabajaba, lo necesita para no desesperarse, para evitar caer en la
locura del desánimo. Antes lo traía revuelto, posiblemente ya le había echado
un ojo por encima en los diez minutos de metro. Solía leerlo detenidamente tras
la comida, mientras fumaba un cigarrillo en compañía de su mujer y de un café. Ahora
hay poco que le interese, salvo intentar mantener la confianza en sí mismo. Los
va almacenando en el revistero, así, vírgenes y desfasados al final del día.
También
mantiene su costumbre de salir al balcón después de cenar, aun en pleno
invierno. Allí fumaba el último
cigarrillo del día mientras observaba la calle. Hace meses que dejó de fumar.
Hoy
es una calurosa noche de julio. Ya va para dos años desde que perdió su
trabajo: treinta años observando a través de un microscopio la reacción química
de sustancias sobre un porta esmerilado. ¿A qué otra cosa podrá dedicarse? Desde
el pasillo, se atisba su silueta en el exterior, esa figura en la que nadie
repara, como no se repara en lo que siempre ha estado ahí.
Lo
ilumina la luna llena; la luz del salón está apagada y la de la terraza lleva
fundida meses; Mañana, a ver si la cambio, se dice. Es un hombre alto, bastante
alto, de hombros anchos. Alguna vez comentó que jugó al baloncesto en un equipo
universitario. No es hombre de contar batallas juveniles, solo refiere las
cosas puntualmente y cuando vienen a cuento, rara vez repite algo que sabe que
ya ha dicho. Tiene aire de hombre justo, o de esos cuyos actos no inclinan la
balanza.
Apoya
sus manos en la barandilla y corva su espalda, mirando la calle. Juega con un
cigarrillo entre los dedos. Se lo lleva a los labios y lo enciende. La calada
ha sido profunda, como la cantidad de humo que ha exhalado tras ella.
Ese
cigarrillo lo ha mendigado en la mañana: se ha acercado a tres tipos que
tomaban unas cervezas en una terraza, que fumaban y charlaban tal vez de temas
de su trabajo o del itinerario a seguir en bicicleta el fin de semana. Les ha
pedido un cigarro. Podían haberle negado ese cigarrillo sin reparar en él, sin
ni siquiera mirarlo a la cara, como se hace con cualquier vagabundo con el que
no cruzas la mirada y te lo quitas de encima negando con la cabeza. Pero ha
tenido la intuición de que, por un breve instante, han sabido perfectamente que
era un tipo sin trabajo, no era
ningún mendigo, era eso: un tipo sin trabajo, que hasta no hace tanto era uno
de ellos, como ellos; tenía su parcela de vida laboral y tomaba sus
cervezas con los amigos en una terraza en sus ratos de ocio. Se han visto en él,
como una terrible premonición, y han pensado que mañana podrían ser ellos. Ese
cigarrillo que ahora fuma tiene mucho valor, es un acto solidario, de empatía…
piensa.
Su
descabellada suposición puede que se aleje de lo que han pensado esos tres
tipos realmente; nadie piensa que mañana puede ser él quien esté en la calle. O
tal vez sean cada vez más los que sienten que esta suerte no es la de unos cuantos, si no la de todos.
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