27 de julio de 2013

Blogueguería 185: Un punto y aparte

Cuando sucede una tragedia como la de Santiago, es inevitable que durante unos días no haya más tema de conversación. Puede parecer un regocijo en la tragedia (al margen de las estupideces de unos con sus desafortunados comentarios, del ensañamiento de otros y del paripé de las autoridades), pero no, los psicólogos lo definen de otra manera, saben perfectamente que es una fase del shock postraumático en la que existe esa acuciante necesidad de hablar, de expresarse, de sacarlo de dentro, de eliminar ese flashback de la retina para que deje de causar la ansiedad y el miedo del repentino sentimiento de vulnerabilidad que a todos nos embarga cuando vemos la trágica muerte tan de cerca. Es esto último lo que más nos afecta, la consciencia de finitud, de que hace unas horas éramos y en breves segundos hemos dejado de ser. Y nos da un vuelco el corazón. Hay que vivir, hay que aprovechar cada minuto de vida, concluimos: nos abrazamos a quienes tenemos al lado, nos sentimos más unidos a nuestros hijos, a los seres que amamos, y nos decimos que podríamos haber sido nosotros. Damos gracias por estar vivos.

Ese flashback nos revive otros momentos parecidos, otros veranos, otras tragedias... La del verano de 1988, en un pueblo de La Mancha. Cuatro hombres jóvenes de una misma localidad fallecen en un accidente de coche en la carretera de Madrid, cuando iban a trabajar. Aquella era una aparente mañana de verano como cualquier otra, hasta que llega esa noticia que se expande como la pólvora y que empieza a escarbar en los adentros: incredulidad, estupor, solidaridad con esas familias, lágrimas por esos muertos que de alguna manera todos conocían... El día antes, alguien se tomó una cerveza con alguno de ellos, o se paró a charlar en alguna calle, o lo había visto cruzar por la plaza. Y ahora ya no existen. La gente necesitaba hablar, hacer sus corrillos y comentar lo sucedido tantas veces fuese necesario, en ese intento de ahuyentar esa sensación: basta un instante para dejar de ser. Escenas de dolor y de desgarro: viudas jóvenes, hijos pequeños, novias en puertas de una boda, madres que han perdido a sus hijos... Un joven se abraza a su mujer, conocía a todos los que iban en ese coche, había trabajado con alguno. Permaneció abrazado a ella durante minutos, en silencio. Semanas más tardes, él también fallecía en otro trágico accidente: dos quemados leves y un muerto, él. Conmoción, la sensación de un maldito verano, el deseo de que acabe. Sentimientos desbordados, el corazón atrapado en la garganta y los estómagos encogidos. La tragedia, una vez más, que nos desarma, nos desnuda, nos desgarra por dentro, nos vulnera impunemente.

Pero, en medio de ese caos, todos parecemos volver a nacer de alguna manera. La tragedia es como un punto y aparte, una toma de consciencia: el mañana no existe, solo soy ahora y este lento transcurrir de minutos que hay que aprovechar para vivir, porque mañana puede que ya no tenga la oportunidad de deciros esto que necesitaba expresar y deciros, porque mañana puede que ya no tenga la oportunidad de mirarte...





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