17 de octubre de 2013

Historia inventada de una mujer

Tenía una galería de arte y una cuenta corriente envidiable. Lo de la galería era eso simplemente, amor al arte. Un negocio bastante ruinoso, algunos años con pérdidas, pero compensaba con el beneficio de sus acciones, que incluso en época de crisis había sabido gestionar con acierto. Eso también se lo debía a su asesor financiero, un amigo de la familia en el que tenía puesta toda su confianza en cuanto a lo económico se refería. Sí, no podía quejarse, tenía cubiertas sus espaldas y dedicaba su tiempo a cuestiones que además de interesarle, le hacían disfrutar. 
Su madre había muerto joven, a los cincuenta y pocos, de cáncer de mama. Su padre, ya octogenario, residía en una carísima institución para enfermos de Alzheimer. Lo visitaba una vez en semana, a veces dos. Tenía un único hermano, desligado de la familia desde su juventud. Se marchó a la aventura al terminar medicina, a Chile, en una especie de ONG que prestaba ayuda a los indígenas. Allí conoció a una mujer, indígena, y decidió echar raíces para encontrar la mejor excusa para no volver a su acomodada civilización. Sabía que tenía tres sobrinos, tres niños híbridos, bajitos, de color café con leche y cabeza plana. Un fin de año recibió una carta con una fotografía de un hombre blanco y destellos de luz sobre su cabellera pelirroja, una mujer de rasgos indígenas que no le llegaba al sobaco, y tres niños desdentados y sonrientes, con un mensaje escrito en el reverso:

Feliz Navidad y próspero Año Nuevo, 
tu hermano que te quiere y no te olvida

Carlos

Ella tenía cuarenta y cinco, no era ni guapa ni fea, pero sabía sacarse partido. No renunciaba a su coquetería, una comedida coquetería que se traducía en ir siempre impecable. Su casa era un salón de espejos de originales formas y tamaños que decoraban rincones a la par que los cuadros. Por las mañanas, abría las ventanas de par en par para que todo se inundase de luz; por la tarde, cuando regresaba, iba entornando poco a poco las contraventanas, acompañando al crepúsculo solar hasta que la oscuridad se adueñaba de todas las estancias. La del salón siempre la mantenía abierta, y, en este, los espejos estaban colocados en lugares tan estratégicos, que el resplandor de las farolas o de la luna convertía la estancia en un mágico prisma de luces y de sombras que le gustaba contemplar. Alguna extravagancia, como el placer de bañarse con velas encendidas, lo cual requería un minucioso ritual en la preparación del ambiente; o como usar Chanel Nº 5 como ambientador del váter. Le producía un tonto placer usar el perfume de las señoronas del papel cuché para sofocar olores en el cuarto de baño. Ella no usaba perfume, tan solo el que quedase en su piel tras ese baño con sales de lavanda, otras de azahar, otras de lilas...

Estaba soltera, por convencimiento y por aburrimiento. Había estado con tres o cuatro hombres, pero de eso hacía ya mucho tiempo. Tras un tiempo, terminaba cansándose. Se daba cuenta de que las relaciones largas, cuando entraban en la rutina, le provocaban una extraña sensación de vacío y de tristeza. Eran ellos quienes la abandonaban ante su desidia. Ella nunca les guardó rencor, muy al contrario, estaba agradecida de que le ahorrasen las palabras y el mal trago.

No echaba de menos ser madre, en ella la maternidad nunca fue un deseo acuciante, ni un trauma por no colmar ese instinto que se presupone tan vital. Sólo deseó ser madre una vez, cuando conoció a aquel hombre del que ahora no recordaba ni su nombre. Le dio rabia no recordar ese nombre que tantas veces había liberado cuando él sacudía sus entrañas... No quería hacer el esfuerzo de acordarse, estaba bien así. De él sólo supo que apareció un día en su galería de arte y se interesó por un cuadro. Ella misma lo atendió y cerró la venta. Luego apareció unas cuantas veces más. Después tomaron café en un par de ocasiones. Más tarde ya lo tenía metido dentro de su cabeza y de su vida. Deseó entonces tenerlo más dentro, creciendo en ella, tenerlo para siempre de alguna manera, que no solo estallara en su vientre para luego marcharse, quería que anidara allí... Aquella noche, cuando él ya había entrado en ella, cuando ambos se movían acompasados, deseosos de deshacerse, ella le pidió un hijo. No volvió a saber más de él.

Fue la única vez que le dolió un hombre, ahí, en lo más profundo de su ser, en donde el dolor no tiene cura porque está fuera del cuerpo, incluso fuera de aquellas heridas entrañas para siempre infecundas. Marcó territorio, como una solitaria pantera, y ningún otro hombre volvió a trascender en su vida más allá de las sábanas. Cuando no había hombres, ella sola se las apañaba bien.

Y ahora estaba aquí, en el aeropuerto, esperando la llegada de un vuelo procedente de París. Tenía quince años menos que ella, pero aquello no se le antojó una locura sólo por la edad. Si alguien se lo hubiese insinuado, lo hubiese tachado de tarado y hubiese reído a carcajadas. Pero sucedió. Quiso negarlo todo, contrariada, asustada, temblaba como una colegiala solo ante la idea. Llevaban dos años juntas. La impulsiva Brigitte, una joven escritora a la que conoció en un viaje a Venecia. No le quedó más remedio que rendirse, primero al deseo y la insistencia, luego a la felicidad. Esta vez, no estaba dispuesta a dejarla pasar.




No hay comentarios:

Publicar un comentario