29 de diciembre de 2013

El libro de la vida

Cada uno de nosotros escribe un gran libro, y digo bien: gran, no hay ninguna historia despreciable, ni menor, por muy anodina que parezca. Pongamos que cada año es un capítulo de esa historia que comenzó a escribirse el primer día que se toma consciencia de tu propia existencia, aquel primer recuerdo que a veces no sabes si nace de ti o alguien te lo ha contado y te lo has apropiado para darte comienzo, para propiciar ese instante en el que sabes por primera vez que existes, que formas parte de algo, de alguien. Ese primer recuerdo aparece lejano en el tiempo, tan lejano que se sitúa en un patio (mi infancia son recuerdos de patios manchegos, por donde correteábamos descalzos a la hora de la siesta, con un sol de justicia en lo alto de un despejado cielo y la tierra quemándonos las plantas de los pies), una parra que daba sombra en verano y unas uvas de mesa que no recuerdo haber comido nunca. Me recuerdo vestida de blanco, con un canesú de diminutas flores rosas. Recuerdo a mi madre en el pilón, lavando ropa, la recuerdo yendo y viniendo a la cuerda, cantando mientras tendía sábanas y toallas. Mi primera infancia es una banda sonora con la voz prodigiosa de mi madre cantando copla. En ese primer recuerdo no hay nadie más, sólo existimos ella y yo. Posiblemente era junio, o julio, por el recuerdo de la intensidad de la luz, de la manga corta, del verde de las hojas de aquella parra. Tal vez no había cumplido los tres años, o acababa de cumplirlos.

Ese es el primer recuerdo, ese es el comienzo del libro de mi vida, cuyo primer capítulo bien podría encabezarse con ese verso de Machado: Mi infancia son recuerdos de un patio... Porque hubo un tiempo en el que todas las infancias se parecían, aunque se llevasen medio siglo. Le han seguido otros tantos capítulos, algunos aburridos, de los que dan ganas de saltarse las hojas hasta encontrar una frase o un título de capítulo que vuelva a engancharnos y a meternos en la historia. Cuarenta y tantos capítulos dan para mucho: enfermedad, muerte, amores, momentos de felicidad, entusiasmos, decepciones... Y en todos esos capítulos, también son muchos los personajes, los que permanecen y los que entran y salen de nuestra vida, aquellos que se fueron para siempre, muertos o vivos, y que de alguna manera siguen viviendo en la memoria... Ese irse para quedarse, ese poso indeleble que dejamos y nos dejan.

Si tuviese que resumir este capítulo, el correspondiente a 2013 y que finalizaré trabajando la noche del 30 al 31, podría hacer varias afirmaciones: he amado, he sufrido, he encontrado nuevos amigos, he disfrutado escribiendo y leyendo, me ha invadido el desánimo, me he envalentonado, me ha acompañado un año más cierta melancolía, he reído (no tanto como yo quisiera, todo hay que decirlo)... En definitiva, creo que el capítulo ha sido digno de haberse vivido y así ha sido: he vivido.

Ignoro los derroteros del próximo capítulo, y esa ignorancia ya lo hace apasionante, pero parafraseando a un querido amigo, cada final de capítulo sólo espero poder afirmar eso: he amado, he vivido.



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