Te sigues
levantando a las 6.30 h de la mañana, como hace treinta años desde que trabajas.
Te afeitas frente al espejo, y repararas por breves segundos en si te han
salido o no más canas, en si los cuatro pelos de esa barba lampiña despuntan
bajo la luz de la bombilla por su blancura, y en si el peine arrastra hoy
también, como los rastrillos de los barrenderos las hojas caídas, cientos de
cabellos muertos que no volverán a renovarse. Tomas una ducha hirviendo, tanto
que todos los azulejos rezuman regueros de agua que se detienen antes de llegar
al suelo. Te pones el traje gris, el más claro, tienes otro idéntico pero algo
más oscuro. Una camisa azul clara y una corbata a rayas de la que nunca
deshaces el nudo, sólo lo aflojas para volverlo a apretar cada mañana. Tienes
más corbatas, todas de rayas.
En la oficina,
ocupas el mismo sillón de siempre, aunque ahora sea más ergonómico por
ajustarse a las normas de la empresa sobre riesgos laborales. Ha sido de color
gris, marrón, negro y ahora es rojo, pero es tu mismo puesto de trabajo. Gastas
bolígrafo azul de cristal y una sonrisa de oreja a oreja con los clientes,
porque así te lo ha dicho el jefe, que firma con estilográfica de oro, regalo
de su esposa en alguno de sus cumpleaños. Así funciona la empresa, con las falsas
sonrisas del jefe y las no menos falsas sonrisas de los subordinados hacia los
clientes.
A media mañana,
sales a tomar un café, tú solo, en el mismo bar de siempre situado en la
esquina de la calle. Enciendes un cigarrillo al salir, y sólo te da tiempo a
darle tres caladas antes de retomar tu trabajo. De nuevo piensas en que
deberías dejar de fumar, y te dices a ti mismo que de este fin de año no pasa.
Tu vida es una agenda predecible, como el horario de un niño al que sacarlo de
su rutina le desordena e irrita: el mismo número de cigarrillos, los mismos
lugares, los mismos propósitos de enmienda cada uno de enero… Eres como un
animal que nunca opone resistencia a ser atado en la misma noria y dar vueltas
y más vueltas. Eres la resignación, la conformidad, pero ni siquiera te paras a
pensarlo.
Cuando regresas
a casa, en la comida, le preguntas a tu hijo adolescente por sus exámenes, te
dice que cree que bien, y, como es un buen estudiante, te despreocupas, y con
la barriga llena te dejas caer en el sofá. Cierras los ojos y sientes una
punzada leve en el dedo gordo del pie, te molestaba esta mañana, pero no te dio
tiempo a prestarle mayor atención. Ahora, en ese cuerpo que se deshace entre
cojines, sientes las quejas de la carne, como un toque de atención. Te hueles
que puede ser un nuevo ataque de gota. El pinchazo no se repite más y te quedas
dormido con las manos sobre el pecho, como los amortajados.
Por la tarde,
arropado en el calor de una bata y de las zapatillas de estar en casa, lees el
periódico de papel. Nunca lees prensa digital, ni usas el ordenador en otro
lugar que no sea en tu trabajo. Odias las pantallas de esos artefactos que en
los últimos años se han comido el brillo de tus ojos y te obliga a usar
lágrimas artificiales, aunque la diabetes que te diagnosticaron hace cinco años
también tiene algo de culpa, de eso y de que ya no funciones como antes en la
cama, cada vez te resulta más difícil tener una erección. Ella no se queja,
pero tú te empeñas en lamerle el coño hasta que la ves retorcerse y gemir de
placer. No lo haces por ella, aunque te gusta verla disfrutar, lo haces por ti,
porque te cabrea esa hombría cabizbaja y blandengue. Otras veces, te pide
cariñosamente que desistas, que no pasa nada, te da un beso de buenas noches y
se da media vuelta. Ahí vuelves a sentirte como si estuvieses frente al jefe, y
casi la odias por ello, pero te duermes.
Ella se levanta
justo cuando tú sales por la puerta. Entra al baño y abre la ventana, que el
aire frío se lleve el olor condensado a ti entre el vapor retenido. Antes de
meterse a la ducha, despierta a vuestro hijo adolescente y desayuna con él: un
Cola-Cao con magdalenas, él; una tostada con aceite de oliva y un café, ella.
Se arregla frente al espejo del dormitorio cuando oye despedirse al hijo con
prisas, como siempre, que llega tarde al instituto. Se ha puesto el vestido
azul y los zapatos blancos, después de
mirar por la ventana y ver la luz. Ha decidido que la cara del día de hoy no es
para ponerse el traje pantalón de color marrón. Nunca se maquilla, tan sólo se
pinta los labios, pero hoy se ve algo pálida y ojerosa, y pone rímel en las
pestañas, se pinta la raya verde sobre los párpados y se da unos cuantos
brochazos de colorete.
La boutique la
abre a las diez. No puede quejarse de cómo le va el negocio, a pesar de la
crisis, su clientela le ha sido fiel; mujeres de cierta edad, cierta posición
social en el ambiente de provincias, con aires de modernidad y olor a perfume
caro. De las que se emperifollan tanto para ir al teatro, único entretenimiento
en la ciudad, como para ir a las procesiones de Semana Santa. Ella también
sonríe a sus clientas, aunque a veces no puede evitar una mueca que la delata.
Entonces la clienta se deja asesorar, y se va contenta, dejándose un dineral y
dando las gracias.
Cuando llega a
casa, os espera a ti y a vuestro hijo y coméis los tres juntos. Da una cabezada
de media hora sobre la cama, y luego regresa a la boutique. Aún así, saca
tiempo para ir dos veces en semana a pilates. Desde que lo hace, se siente
mejor, como si todo hubiera vuelto a su ser, siente de nuevo la energía en cada músculo de su cuerpo que hace poco
irrigaba la sangre envenenada por la química.
Por la noche,
cuando la buscas, se abre a ti. A veces es ella la que te desea, pero no quiere
despertarte del profundo sueño en el que te ha sumido la película que
comenzaste a ver y te venció a los diez minutos. Desde que le pusieron el
implante mamario y la cirugía plástica disimuló los estragos de la mastectomía,
ya no ve en ti la mirada de espanto que intentabas disimular sobre su pecho
amputado, y que no podías evitar, de la misma manera que tus labios evitaban
recorrer siempre ese hueco, y tus manos daban un rodeo sobre la herida para no
sentir la proximidad de sus costillas. Has logrado mirarla otra vez como antes
de perder su pelo, de ponerse amarillenta por el efecto de la quimioterapia y
de que su cuerpo entero se convirtiera en una ruina.
Ella tuvo que ir
a un psicólogo para aceptarse, tú decías que no lo necesitabas, que la amabas
igualmente, pero ella siempre sintió tu miedo. Aprendió a mirarse en ese espejo
que cada mañana tú dejas empañado por el vaho, a convivir con el dolor físico y
con las náuseas. Lo que le resultaba más difícil era convivir con ese otro
dolor, el que va más allá de la carne, el pánico a morir. Porque si alguna vez
hablaba de la muerte, lo hacía en abstracto, como una idea lejana. Y de repente,
un día, se encontró frente a la suya propia, e imaginó cómo podría ser su manera
de morir, el tiempo que le quedaba. Su vida entera se le vino de golpe, y la
angustia de saber que era un reloj en el que se precipita su cuenta atrás le
producía vértigo.
Ella aprendió
que vivir es sólo para valientes, aunque a veces planea sobre su cabeza el
fantasma de la recaída y siente que le vuelven a temblar un poco las piernas,
pero enseguida aparta de un manotazo esa idea. Vencer el miedo y el dolor es
saber convivir con ellos cuando estos se empeñan en permanecer. Ha vuelto a
vivir, pero ya no lo hace como antes, ya no lo hace por ti, ni tan siquiera por
vuestro hijo, al que mira con si fuese la última vez que vaya a verlo. Ahora
vive por ella. Siente el suelo bajo sus zapatos cuando sale a la calle cada
mañana, el aire perfilando y refrescando sus mejillas, el calor de unas manos
cuando la rozan, la calidez de una voz que le habla, el aroma de un café, el
tierno sobrecogimiento que le produce el inesperado abrazo de vuestro hijo
adolescente. Ha descubierto su cuerpo renacido y el universo que emana de él,
como si ya nada fuese más importante en la vida que sentirlo, hasta el más leve
murmullo de la sangre bajo su piel.
Pero tú todo eso
lo ignoras, te frotas los ojos cuando ella te zarandea en el sofá, preguntas si
ha terminado ya la película, y ella te dice que te quedaste dormido. Entonces
te levantas, la rodeas con tu brazo dejando caer su peso sobre sus hombros y
con un acompasado paso, os dirigís hacia el dormitorio. Ella no te abarca, es
como un pegote bajo tu axila, pero creíste ser arrastrado por un tsunami cuando
pensaste en la posibilidad de no tenerla más. No sabrías explicarlo, pero no le
pides más a la vida. Y eso ella lo sabe.
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