14 de diciembre de 2013

Ella y tú

Te sigues levantando a las 6.30 h de la mañana, como hace treinta años desde que trabajas. Te afeitas frente al espejo, y repararas por breves segundos en si te han salido o no más canas, en si los cuatro pelos de esa barba lampiña despuntan bajo la luz de la bombilla por su blancura, y en si el peine arrastra hoy también, como los rastrillos de los barrenderos las hojas caídas, cientos de cabellos muertos que no volverán a renovarse. Tomas una ducha hirviendo, tanto que todos los azulejos rezuman regueros de agua que se detienen antes de llegar al suelo. Te pones el traje gris, el más claro, tienes otro idéntico pero algo más oscuro. Una camisa azul clara y una corbata a rayas de la que nunca deshaces el nudo, sólo lo aflojas para volverlo a apretar cada mañana. Tienes más corbatas, todas de rayas.

En la oficina, ocupas el mismo sillón de siempre, aunque ahora sea más ergonómico por ajustarse a las normas de la empresa sobre riesgos laborales. Ha sido de color gris, marrón, negro y ahora es rojo, pero es tu mismo puesto de trabajo. Gastas bolígrafo azul de cristal y una sonrisa de oreja a oreja con los clientes, porque así te lo ha dicho el jefe, que firma con estilográfica de oro, regalo de su esposa en alguno de sus cumpleaños. Así funciona la empresa, con las falsas sonrisas del jefe y las no menos falsas sonrisas de los subordinados hacia los clientes.

A media mañana, sales a tomar un café, tú solo, en el mismo bar de siempre situado en la esquina de la calle. Enciendes un cigarrillo al salir, y sólo te da tiempo a darle tres caladas antes de retomar tu trabajo. De nuevo piensas en que deberías dejar de fumar, y te dices a ti mismo que de este fin de año no pasa. Tu vida es una agenda predecible, como el horario de un niño al que sacarlo de su rutina le desordena e irrita: el mismo número de cigarrillos, los mismos lugares, los mismos propósitos de enmienda cada uno de enero… Eres como un animal que nunca opone resistencia a ser atado en la misma noria y dar vueltas y más vueltas. Eres la resignación, la conformidad, pero ni siquiera te paras a pensarlo.

Cuando regresas a casa, en la comida, le preguntas a tu hijo adolescente por sus exámenes, te dice que cree que bien, y, como es un buen estudiante, te despreocupas, y con la barriga llena te dejas caer en el sofá. Cierras los ojos y sientes una punzada leve en el dedo gordo del pie, te molestaba esta mañana, pero no te dio tiempo a prestarle mayor atención. Ahora, en ese cuerpo que se deshace entre cojines, sientes las quejas de la carne, como un toque de atención. Te hueles que puede ser un nuevo ataque de gota. El pinchazo no se repite más y te quedas dormido con las manos sobre el pecho, como los amortajados.

Por la tarde, arropado en el calor de una bata y de las zapatillas de estar en casa, lees el periódico de papel. Nunca lees prensa digital, ni usas el ordenador en otro lugar que no sea en tu trabajo. Odias las pantallas de esos artefactos que en los últimos años se han comido el brillo de tus ojos y te obliga a usar lágrimas artificiales, aunque la diabetes que te diagnosticaron hace cinco años también tiene algo de culpa, de eso y de que ya no funciones como antes en la cama, cada vez te resulta más difícil tener una erección. Ella no se queja, pero tú te empeñas en lamerle el coño hasta que la ves retorcerse y gemir de placer. No lo haces por ella, aunque te gusta verla disfrutar, lo haces por ti, porque te cabrea esa hombría cabizbaja y blandengue. Otras veces, te pide cariñosamente que desistas, que no pasa nada, te da un beso de buenas noches y se da media vuelta. Ahí vuelves a sentirte como si estuvieses frente al jefe, y casi la odias por ello, pero te duermes.

Ella se levanta justo cuando tú sales por la puerta. Entra al baño y abre la ventana, que el aire frío se lleve el olor condensado a ti entre el vapor retenido. Antes de meterse a la ducha, despierta a vuestro hijo adolescente y desayuna con él: un Cola-Cao con magdalenas, él; una tostada con aceite de oliva y un café, ella. Se arregla frente al espejo del dormitorio cuando oye despedirse al hijo con prisas, como siempre, que llega tarde al instituto. Se ha puesto el vestido azul  y los zapatos blancos, después de mirar por la ventana y ver la luz. Ha decidido que la cara del día de hoy no es para ponerse el traje pantalón de color marrón. Nunca se maquilla, tan sólo se pinta los labios, pero hoy se ve algo pálida y ojerosa, y pone rímel en las pestañas, se pinta la raya verde sobre los párpados y se da unos cuantos brochazos de colorete.

La boutique la abre a las diez. No puede quejarse de cómo le va el negocio, a pesar de la crisis, su clientela le ha sido fiel; mujeres de cierta edad, cierta posición social en el ambiente de provincias, con aires de modernidad y olor a perfume caro. De las que se emperifollan tanto para ir al teatro, único entretenimiento en la ciudad, como para ir a las procesiones de Semana Santa. Ella también sonríe a sus clientas, aunque a veces no puede evitar una mueca que la delata. Entonces la clienta se deja asesorar, y se va contenta, dejándose un dineral y dando las gracias.

Cuando llega a casa, os espera a ti y a vuestro hijo y coméis los tres juntos. Da una cabezada de media hora sobre la cama, y luego regresa a la boutique. Aún así, saca tiempo para ir dos veces en semana a pilates. Desde que lo hace, se siente mejor, como si todo hubiera vuelto a su ser, siente de nuevo la energía en  cada músculo de su cuerpo que hace poco irrigaba la sangre envenenada por la química.

Por la noche, cuando la buscas, se abre a ti. A veces es ella la que te desea, pero no quiere despertarte del profundo sueño en el que te ha sumido la película que comenzaste a ver y te venció a los diez minutos. Desde que le pusieron el implante mamario y la cirugía plástica disimuló los estragos de la mastectomía, ya no ve en ti la mirada de espanto que intentabas disimular sobre su pecho amputado, y que no podías evitar, de la misma manera que tus labios evitaban recorrer siempre ese hueco, y tus manos daban un rodeo sobre la herida para no sentir la proximidad de sus costillas. Has logrado mirarla otra vez como antes de perder su pelo, de ponerse amarillenta por el efecto de la quimioterapia y de que su cuerpo entero se convirtiera en una ruina.
Ella tuvo que ir a un psicólogo para aceptarse, tú decías que no lo necesitabas, que la amabas igualmente, pero ella siempre sintió tu miedo. Aprendió a mirarse en ese espejo que cada mañana tú dejas empañado por el vaho, a convivir con el dolor físico y con las náuseas. Lo que le resultaba más difícil era convivir con ese otro dolor, el que va más allá de la carne, el pánico a morir. Porque si alguna vez hablaba de la muerte, lo hacía en abstracto, como una idea lejana. Y de repente, un día, se encontró frente a la suya propia, e imaginó cómo podría ser su manera de morir, el tiempo que le quedaba. Su vida entera se le vino de golpe, y la angustia de saber que era un reloj en el que se precipita su cuenta atrás le producía vértigo.

Ella aprendió que vivir es sólo para valientes, aunque a veces planea sobre su cabeza el fantasma de la recaída y siente que le vuelven a temblar un poco las piernas, pero enseguida aparta de un manotazo esa idea. Vencer el miedo y el dolor es saber convivir con ellos cuando estos se empeñan en permanecer. Ha vuelto a vivir, pero ya no lo hace como antes, ya no lo hace por ti, ni tan siquiera por vuestro hijo, al que mira con si fuese la última vez que vaya a verlo. Ahora vive por ella. Siente el suelo bajo sus zapatos cuando sale a la calle cada mañana, el aire perfilando y refrescando sus mejillas, el calor de unas manos cuando la rozan, la calidez de una voz que le habla, el aroma de un café, el tierno sobrecogimiento que le produce el inesperado abrazo de vuestro hijo adolescente. Ha descubierto su cuerpo renacido y el universo que emana de él, como si ya nada fuese más importante en la vida que sentirlo, hasta el más leve murmullo de la sangre bajo su piel.

Pero tú todo eso lo ignoras, te frotas los ojos cuando ella te zarandea en el sofá, preguntas si ha terminado ya la película, y ella te dice que te quedaste dormido. Entonces te levantas, la rodeas con tu brazo dejando caer su peso sobre sus hombros y con un acompasado paso, os dirigís hacia el dormitorio. Ella no te abarca, es como un pegote bajo tu axila, pero creíste ser arrastrado por un tsunami cuando pensaste en la posibilidad de no tenerla más. No sabrías explicarlo, pero no le pides más a la vida. Y eso ella lo sabe.




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