24 de enero de 2014

A pie de carretera

Cuando voy con tiempo, de regreso a casa, a esa ciudad en la que vivo aunque no me espere, me detengo por minutos en algún tramo, bien metida en el arcén y con los intermitentes de emergencia... la emergencia de detenerse y respirar. Los ojos vagan a su antojo sobre la tierra ocre en busca de un presentimiento,  del silencioso murmullo, tímido y frágil, de las ninfas de la primavera. Allá, a lo lejos, parecen reverdecer los campos. A veces, todo parece tan muerto, y, sin embargo, resurge, inesperado, el aliento nuevo de la vida y su incesante empuje. Hay un rumor que es imposible escuchar en la vorágine de las prisas, en el rigor de las obligaciones, en el hastío de la rutina... un esperanzador rumor que a veces presiento contemplando, con los cinco sentidos, tan sólo un pedazo de tierra.

Amo este terruño que me vio nacer. Me pregunto cómo sería vivir en otra parte, yo que no he salido en cien kilómetros a  la redonda más de diez días seguidos, cómo sería habituarse a otras invernales mañanas de aire viciado y paisajes meramente urbanos. Me imagino en una ciudad tan interminable que no fuese capaz de llegar a pie a sus afueras, y en donde sus edificios se traguen el sol antes de que este se hunda lentamente en su horizonte, en esa delgada línea de tierra que tantas veces veo arder y sofocarse al final de la tarde. Imagino otros paisajes en donde las lejanías no sean siluetas de encinas sobre una planicie infinita e inabarcable, sino gigantescas sombras de tierra en cuya espesura se enredan las húmedas nieblas.

Soy hija de esta tierra, de secarrales de verano y escarchas en donde crepita invierno, del agua de abril que anega sus campos y el tibio sol primaveral que madura sus centenos, del viento que agita los olivos, de la pámpana de las vides que se extienden como arterias cuya savia revienta en vino, del amarillo estío en donde ya no cantan las cigarras. Hija de un silencio de toda tierra que nunca importó a nadie, del silencio de mis muertos que yacen en ella.

A veces fantaseo con avanzar sin norte (me engaño deliberadamente con la atractiva idea de desaparecer), dejándome llevar por otras carreteras que no son las de siempre, y que me conducen por otros mundos y hacia otra gente, otra tierra que oler, que descubrir en sus amaneceres y en sus atardeceres, otras noches que vivir, otras lluvias por las que dejarse mojar, otras vidas de las que formar parte... Pero todos los caminos van y vuelven, los de la fantasía sobre todo, los de los sueños suelen ir pero rara vez regresan... Y la realidad es la que es: una huida sin direcciones.
Y de regreso, pongo oído, ahora del tímpano hacia  dentro, al interior del cuerpo, con la intención de hallar ese mismo rumor en el fondo de un corazón cansado... Y allá, a lo lejos, parece escucharse, siempre, ese esperanzador murmullo, como el de la tierra presintiendo su primavera. 





2 comentarios:

  1. Desde luego que el paisaje manchego es bello, pero espero que un día, no muy lejano, cojas una de esas carreteras y conozcas el navarro. Te esperamos con los brazos abiertos.
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