28 de enero de 2014

La primera nevada

El cielo presagia nevada, es un lejano techo de un gris homogéneo, eso y los cuatro grados a las doce de la mañana hacen sospechar copos de nieve. He visto nevar pocas veces en mi vida, me refiero a monumentales nevadas, porque las cimas de los montes con una montera blanca es una imagen que puede darse casi todos los inviernos. Sin embargo, esa nieve que se va posando, apelmazada y compacta, que se resiste a deshacerse ante un debilitado sol invernal es un excepcional espectáculo por esta tierra. La nieve siempre evoca aquella primera nevada de la infancia, la primera nevada de nuestra vida.

Recuerdo que nuestro jardín secreto amaneció cubierto de aquel polvo níveo. Por un momento imaginé que así podría ser el cielo, el eterno. Aquel paisaje blanco era fascinante: la lenta caída de aquellos cristales, como diminutas plumas que remolineaban en el aire, su poso silencioso, sin estrépito, aquella extraña sustancia cristalina que lo cubría todo, la pureza de su blancura, su halo de frío, su resplandor... , y sorprendente aquella gélida sensación de nuestros cuerpos hundiéndose hasta las rodillas en su esponjosa espesura, que se quebraba y crepitaba a cada paso como un rechinar de dientes. Era mágico, como mágica era la estampa que dibujaba: los contornos de los tejados y las negras chimeneas humeantes; la sierra a nuestra espalda, con su tierra áspera y baldía, había despertado como un gigante de mármol veteado por los peñascos.

El recién llegado invierno crujía bajo nuestros pies, nuestras bocas risueñas exhalaban nubes de vaho y nos declarábamos batallas de bolazos de nieves hasta acabar rendidos.

La memoria tiene la insidiosa costumbre de mirar por el retrovisor alguna que otra vez al día, la mayoría de las veces hacia la infancia. Rebusca en ese fondo de recuerdo como si en él fuese a hallar al hombre que ahora camina con las manos en los bolsillos... Como decía el poeta, somos nuestro abuelo viendo a nuestra infancia jugar. 

Pero también la memoria es ese asidero a la vida (somos memoria), nos reconoce aquí o allá, en lugares, en hombres y mujeres que hemos conocido, nos revive pasiones ya sean de amor o de rencores, nos sitúa en el tiempo, a veces de manera engañosa, a veces certera, nos recompone y nos convierte en la pieza de un puzzle de recuerdos que no son otra cosa que nosotros mismos, lo que somos y lo que nunca hemos sido: parques por donde nunca pasearemos, cuerpos a los que jamás abrazaremos, los sobrinos que nunca tuvimos, los hermanos a los que nunca vimos crecer, los hijos que no nacieron y a los que nunca velaremos su fiebre.



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