24 de marzo de 2014

Biografía de amor


El primer hombre del que me enamoré era un niño. Los dos teníamos cinco años, y en la fila del patio de recreo, con estricto orden alfabético, siempre me tocaba detrás suyo y le abrochaba los botones de su baby azul a rayas, como era costumbre antes de entrar a clase. A Zarceño se lo abrochaba la señorita Pilar. Entiendo que esto de Zarceño es irrelevante para la cuestión que nos concierne, pero yo aporto el dato para que no quede esa duda. Aquello de abrochar los botones de su baby era el acto de amor más generoso que podía  profesar a aquel niño de ojos negros y enormes pestañas, que parecía un querubín de la Inmaculada Concepción, con el que yo hubiese querido jugar y compartir los cuentos en clase. Él nunca abrochó el mío, sino el de Angelita, una niña rubia de ojos verdes que lo tenía encandilado, y cuya suerte de apellido hacía que la tuviese delante y que ella mirase hacía atrás para devolverle tiernas miradas y angelicales sonrisas. Fue mi primera injusticia en el amor: la invisibilidad para aquel niño al que nunca le guardé rencor, porque nunca me miró de frente, siempre estuve a su espalda y él nunca se giró.

Pasaron años en los que el amor a los hombres ni me rozaba el corazón, y dediqué mi  tiempo a recorrer azoteas, y tejados, y sobre ellos imitar el vuelo de los pájaros de la fábrica de harina; a corretear por las eras; a llevar a mi hermana de la mano; a dar patadas a balones desinflados y marcar goles en porterías imaginarias; a buscar las guaridas en donde había parido la gata negra para acariciar a  sus crías, a las que luego veía, desde la ventana, entre sus fauces, una a una, para esconderlas en un nuevo rincón. Más de una vez me sangraron las manos por los arañazos. Aprendí a lamer las heridas como los gatos, cosa que mis primos de Madrid, cuando venían de vacaciones tan blancos y blanditos, como todo niño de ciudad, miraban con admiración y asco a la par, al verme lamer la sangre y la suciedad. Esto tampoco es relevante, pues nada tiene que ver con el amor, pero me gusta contarlo.

Algo se avivaba bajo la carne, mucho que ver con las hormonas y esa transformación de las líneas rectas en impetuosas olas de mar, aunque en mi caso, ya ve, se quedó en un quiebro. Esta vez no fue Cupido quien volvía a la carga, sino Platón, y me enamoré, platónicamente, de un hombre que era un adolescente, como yo. Los dos teníamos doce años. La injusticia del amor aquí radicó en la concepción de inalcanzable, en ese platonismo incapaz de materializar ningún acto de amor salvo la contemplación del sujeto amado. Me gustaba escuchar su voz cuando leía en clase, sus gestos tímidos, su manera humilde de moverse con las manos en los bolsillos. Era la antítesis del chico ligón y deportista que gustaba a todas mis amigas. A mí me gustaba aquel adolescente tranquilo que terminó en un seminario jesuita. La vida.

Advertí, ya con el tiempo, que tras estos episodios me sobrevenía siempre un largo periodo de necesaria soledad, curativa soledad, esa de no tener el corazón ni la mente ocupados por la insoportable presencia de un ser amado. Sí, me he expresado como quería: la insoportable presencia del ser amado; en la mañana, en la tarde, en un sueño, en el cuarto menguante de una luna de septiembre, en el libro que lees, en la seda de la camisa que te roza el cuerpo... El siguiente amor fue un hombre de veinticinco años. Yo tenía dieciséis. Tampoco hubo justicia en este amor que duró demasiado, que me iba absorbiendo hasta que dejé de ser yo para ser a la imagen y semejanza de un hombre que no sabía ni amarse a sí mismo. La injusticia del amor aquí radicó en la inocencia. He pecado siempre de inocente cuando he amado a los hombres. Omito relatar el coste de todo aquel caos en el que sumí mi temprana juventud por apostar por aquel dañino amor, pero daría para un novelón.

Tenía veinticinco cuando apareció él, el hombre bueno. 

Y hasta aquí, doctor, lo que usted me dijo que escribiera sobre mi experiencia en el amor. Me dijo que cuando llegase al hombre bueno no continuase escribiendo. Tal vez me haya extendido demasiado, o le he aburrido... Pero este es su trabajo y esta es mi terapia. ¿Y bien?

No hay comentarios:

Publicar un comentario