28 de marzo de 2014

¿Y qué es eso de la pobreza infantil?

Mientras que nuestros gobernantes se dan palmaditas en la espalda sobre lo bien que están haciendo sus deberes, los que marca la Economía, claro, esa que está inflando los bolsillos de los más ricos y sigue mermando la del resto de ciudadanos, y sin atisbo de aparecer en los agujereados bolsillos de los parados, conocemos de nuevo otro dato (diría alarmante, pero hemos llegado a un umbral de indolencia que nada nos alarma) sobre la realidad en muchos de nuestros hogares: España es el segundo país de la UE, tras Rumanía, con el Índice de Pobreza Infantil más elevado.

El dato es preocupante por muchas razones, la primera y principal, porque afecta a la base de la pirámide, a los niños, al futuro, a la esperanza de una sociedad. Porque si las dentelladas de la pobreza se ceban con las crías, el resultado a corto y largo plazo es una sociedad que se camina hacia su extinción: precariedad, enfermedad, analfabetismos... Una sociedad que involuciona y se degrada económica, social y culturalmente. La segunda razón preocupante es que cuando la pobreza les alcanza a ellos, a los niños, es porque ya ha profundizado en todas las capas posibles, como ese líquido corrosivo que destruye la ropa, quema la epidermis y avanza hacia lo más profundo de los tejidos, arrasando toda célula viva a su paso.

Soy testigo, desde que la crisis se ceba de lleno con cientos de familias, de los cambios de vida radicales que muchos de nuestro entorno han experimentado. Si ponemos oído, lo oiremos comentar a más de un allegado. Si prestamos atención y observamos, confirmaremos esa tragedia diaria en hogares cercanos, muchos, insospechados. Cómo viven esas familias, acostumbradas a sueldos más que dignos, un paro interminable, que va ya para tres a cuatro años, daría para más de un post. Cómo lo viven, y asumen tal carga, padres ancianos, cuya pensión mantiene a duras penas estos estragos, eso daría para otros tantos. 

Oímos ese dato, una cifra, un porcentaje, y no nos cuestionamos que, tras el dato, hay cientos de familias cuyas exiguas vidas contribuyen cada día a que esta cifra sea la que es. Son esos indicadores de PRIVACIÓN: nutrición, aseo, condiciones de vivienda (luz, calefacción, agua), escolarización, acceso a tecnologías... Es sorprendente cómo, a pesar de las condiciones, nuestros niños, los españoles, decía un artículo que leí un par de meses, son felices. No pude evitar acordarme de aquellos años setenta, en los que algunos de los niños de mi clase iban descalzos a la escuela, cuando menos con unas alpargatas agujereadas, ya fuese invierno o verano. Doy fe. Y sí, podría decirse que éramos felices, bendita inocencia que asume las tragedias sin drama, como parte de la vida, sin exigencias, sin reproches ni resentimientos. Y bendita capacidad de adaptación, la de los más pequeños.

Dicha privación está íntimamente relacionada en nuestro país con la desoladora realidad del paro. El hambre de trabajo genera otras injusticias sociales: la explotación salarial, la humillante selección de los aspirantes a un puesto de trabajo, la vulnerabilidad de los derechos laborales con la más completa impunidad, amparándose en que prima reducir la lista de los parados a "cualquier precio", por encima de la dignidad del trabajador. Al trabajo lo dignifican muchas condiciones, y una de ellas es el sueldo, y a la par la seguridad laboral, los horarios compatibles con la vida y el trato digno como ser humano.

El trabajo dignifica a las personas, frase que tal ver proceda de algún proverbio chino, pero que Freud se la apropió y la usaba mucho cuando hablaba de las satisfacciones o insatisfacciones del ser humano.
El trabajo nos dignifica y nos concede libertad. La ausencia del mismo nos convierte en esclavos del mejor postor, en seres capaces de cualquier cosa para que la pobreza no se cebe con las tripas de nuestros hijos. Paro y pobreza infantil van íntimamente ligados, y en este país, eso de generar empleo que alcance para vivir, lo que todo ser humano con sentido común entiende por vivir, parece que es un objetivo último, harto olvidado.  De la casta que nos gobierna nada se puede esperar. ¿Y de nosotros, qué se puede esperar de nosotros? O mirar para otro lado, o comentar sentidamente desde esta cómoda mesa sobre la que descansa este ordenador en el que tecleo, o solidarizarnos como buenamente podamos, en nuestro día a día, en lo que esté a nuestro alcance y en los que estén a nuestro alcance. No queda otra: solidaridad.


No hay comentarios:

Publicar un comentario