1 de marzo de 2014

El suicida

Venía de intentar suicidarse desde el puente romano, pero hoy tampoco hubo suerte; el puente romano estaba en obras de rehabilitación. ¿A quién coño se le ocurre? Él, que lo tenía tan bien planeado: por el puente romano, al caer de la noche, y en pleno invierno, no transita ni Dios. Había metido en el maletero de su coche un lastre y una cuerda para atar a sus pies, por si dejarse caer y abandonarse sin batir brazos no fuese suficiente... Y se lo encuentra todo lleno de andamiajes. Prohibido el paso, decía el cartel, Obras de reconstrucción y rehabilitación del patrimonio histórico cultural. Y debajo: Disculpen las molestias, Ministerio de Cultura y Obras Públicas. Y aquí está, tan vivo como cabreado y cagándose en el Ministerio de Fomento.

Conducía resignado por la avenida principal. Otra vez será, se decía. La última vez que lo intentó, los del 112 llegaron a tiempo, un minuto más y lo hubiese conseguido. Anubis tuvo la culpa. Sólo a él se le ocurría bautizar a un gato con semejante nombre. Dejó al gato fuera, para que no presenciara el patético espectáculo, pero al animalito lo había humanizado tanto que estaba acostumbrado a hacer sus necesidades en un orinal, y no a ir alzando su pata en cualquier esquina, así es que cuando su vejiga no podía dar más de sí, comenzó a maullar y arañar la puerta para que lo dejase entrar. Tal fue la insistencia de sus desesperados maullidos que los vecinos se vieron obligados a llamar a la policía. "Este pirado seguro que está desangrándose otra vez en la bañera, y el pobre animalito aquí afuera", decía el del B. "¿Qué te apuestas que esta vez ha sido un bote de somníferos con un litro de ginebra?", decía el del A, que no iba muy desencaminado, porque original, lo que se dice original en su manera de suicidarse no era nada. Los bomberos echaron la puerta abajo y la reanimación del equipo médico fue un éxito. Tras un lavado de estómago, estuvo cuatro días hospitalizado. Era la cuarta vez.

Visitaba a una psiquiatra de la Seguridad Social. Lo que más le gustaba de ella era su par de tetas, no había visto otras igual de firmes y colocadas en tan justo lugar; ni demasiado altas ni demasiado bajas. Y aquel escote que se adivinaba entre el cuello de la bata blanca le producía más vértigo que el cañón de Colorado y reducía a la insignificancia cualquier otra obra de ingeniería humana. El caso es que no era guapa. Ni alta ni baja. Más bien delgada. Le gustaban las mujeres delgadas, sin excesos curvos ni extravagancias, le excitaba intuir las formas bajo sus ropas. Su voz era muy femenina, endorfínica, segura, firme, tan firme como sus tetas, pensaba él. Le gustaba cuando una mujer se dirigía a él con esa seguridad, casi dándole órdenes, reconduciéndole hasta donde ella quería llegar. En conjunto le gustaba, le despertaba el calor entre sus piernas cuando en la soledad de la noche pensaba en ella. El escote de su psiquiatra, unido a la idea de suicidarse, le excitaba sobremanera. 

Tenía pocas mujeres en las que poder pensar. De la última recordaba su cara, pero no su nombre. No llegó ni a acostarse con ella. No sabía cómo, pero siempre terminaba en su apartamento con alguna desconocida. Cuando las tenía delante, y a solas, no sabía qué hacer con ellas, comenzaba a sudar y a ponerse nervioso, después ponía excusas, como si fuese él quien tuviese que marcharse, quien no quisiera haber llegado allí. Las contrariaba hasta tal punto que llegaba a asustarlas, y entonces eran ellas las que ponían el pretexto para salir corriendo. Le sucedía lo mismo con su vida, no sabía muy bien qué hacer con ella, sudaba sólo de pensar en cada amanecer, sólo que la vida no se sentía contrariada por él y no salía corriendo como esas mujeres a las que terminaba asustando, estaba allí plantándole cara cada mañana, cada noche solitaria, y él parecía sentirse tan inseguro como delante de una mujer.

No recuerda cuándo le surgió la primera idea suicida, sólo sabía que la idea de suicidarse era lo que hacía soportable su existencia. Se bajó de su coche con desgana. Pensó que la siguiente vez habría más suerte, si el MOPU no lo impedía. Cuando abrió la puerta, Anubis estaba esperando sobre el sofá, sentado sobre sus patas traseras y erguido sobre las delanteras, con sus felinos ojos clavados en la puerta. Bajó de un salto y se enredó entre sus piernas haciendo ochos, como un cruce de abrazos. Él lo izó entre sus manos y, acercándose a sus bigotes, le preguntó que qué le apetecía cenar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario