2 de mayo de 2014

La paliza

La esperó tras la esquina de la plaza vieja. Sabía que pasaría por allí, con mayor o menor demora, pero pasaría porque ella discurre por todas partes: calles, barras de bar, estadios de fútbol, aeropuertos, estaciones de tren, habitaciones de hotel... No se detiene, aunque lo parezca. 

Eran las tres de la madrugada, le acudió un bostezo y un amago de abandono, total, ¿qué ganaría con eso? Entonces la presintió. Nada más revolver la calle y estar a su alcance, le asestó desde la oscuridad un puñetazo directo a la barbilla, con gran acierto, como había visto hacer a Urtain en televisión cuando era pequeña y su padre la espabilaba en el sofá en donde dormía, a la una de la madrugada, para ver el boxeo. 
"Arréale bien", recordó cómo abroncaba su padre desde el borde de aquel sofá mientras hacía un ligero movimiento con los hombros y agachaba ligeramente la cabeza, como si fuese él quien esquivase los golpes del contrincante. Esa era la tónica de su vida desde que su madre los abandonase, a los dos: partidos de boxeo y días enteros en la calle de la mano de ese hombre desaliñado e insignificante. 
Sin dar tiempo a que se recuperase, le lanzó otro a la boca del estómago, una derecha en forma de gancho, de abajo arriba, con todo el impulso de la rabia contenida que estalla como una agitada botella de gaseosa. Cayó doblada al suelo, y desde allí la miró sin inmutarse.

A ella le temblaban las piernas, y a punto estuvo de soltar un alarido cuando sintió crujir sus dedos en el primer golpe. Con el puño aún dolorido entre su otra mano, como si con ello aliviase la quemazón y calmase el latido de su corazón en la garganta, la miró desde arriba y le dijo: Esto es para que no me olvides cada vez que decidas soltar tu zarpa. Y echó a andar.

Entonces, la vida, tumbada en la acera, más por la sorpresa del imprevisible ataque que por el daño, sonrió con sarcasmo y pensó: Pobre infeliz, no me faltará una esquina, una plaza o una calle a plena luz del día en donde vuelvas a acordarte de mí...



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