8 de mayo de 2014

La señorita de fucsia

Doce treinta del medio día de una mañana que presagia el estío en todo su rigor: el sol, como un inmenso caldero de fuego, calienta nuestras cabezas y los adoquines de las plazas como placas solares que emanan su energía bajo nuestros pies. Y así, en pie, observo a dos chicas jóvenes vestidas de riguroso negro, traje de falda recta hasta la rodilla, chaqueta entallada y abrochada marcando su cintura, un pañuelo rojo anudado a su estilizado cuello y zapatos negros de tacón, en donde la sangre se extasía y se remansa en el dorso de sus pies, inflando las venas como desbordantes canales subterráneos en busca de una urgente salida.
Ignoro el tiempo que llevan ahí de pie, bajo el tórrido cielo. Ignoro también qué venden o publicitan sobre esa mesa alargada con cuatro papeles, en la que no confluye ni un alma, y a la que no me acerco por un extraño pudor, ese que me impide mostrar interés ante la mirada de esas dos comerciales dispuestas a soltarme su rollo aprendido y por el que no tengo ningún interés. La mesa está desierta. Ellas miran a un lado y a otro y, definitivamente, yo paso de largo.

Me han recordado a otra señorita que me sirvió para un ejercicio de escritura para el taller de Eduardo Laporte. Traigo hasta aquí aquel ejercicio, revisado y recreado  tras  los supuestos errores de principianta.


La señorita de fucsia

El viernes viajé a Madrid. Es una visita que voy a institucionalizar, lo he decidido: cada año, en la Feria del Libro, al menos por un día me empaparé de esta ciudad y su bullicio. Ciudad que siempre miré recelosa culpo de este recelo a la forma en la que fuimos presentadas. A ella llegué de la mano del primer hombre con el que compartí mi naciente juventud, y que ahora me llama como un pulmón de oxígeno, a pesar de que su cielo es un hongo inmenso de monóxido de carbono. Patear a solas sus grandes avenidas es una indescriptible sensación liberadora, calles por las que no sé si voy o vengo. Esa  desorientación me produce cierto placer, es como un desasirse de lo rutinario, una invitación a la improvisación, a que todo me salga al paso.

Mientras hacía hora para comer, observé a dos hombres trajeados, con sendos maletines, que salían del edificio Caixa Forum acompañados de una mujer joven. Encorsetada en un traje color fucsia de falda recta y chaqueta abrochada a la cintura, la joven portaba una carpeta en las manos. Sus zapatos fucsias destellaban la indiscreción de su color a cada paso sobre las baldosas grisáceas. Me pareció, toda ella, algodón de azúcar. Los tres subieron al interior de uno de esos coches de alta gama en donde se pasea la gente importante. Imaginé que se trataba de una licenciada en Publicidad y Relaciones Públicas, con perfecto dominio de los idiomas, vasto conocimiento de distintas materias y buen discurso para poder mantener una conversación apropiada, y que se reduce a  simpática señorita de compañía, con riesgo laboral, cuando menos, de pellizco en el culo o baboseo con señores importantes cincuentosesentones, y cuyo principal interés de su currículum estriba en su cara bonita y su par de tetas.

Imaginé a esa mujer al final de su jornada laboral: sus pies molidos por los tacones y su espalda rota; frente al espejo del cuarto de baño, desmaquillando la corrida sombra de sus ojos, el rímel de sus pestañas y el reseco carmín de sus labios, intentando relajar la tensión de los músculos de su cara por la eterna sonrisa. La imaginé repasando el día mentalmente, aliviada porque no había tenido que sortear ninguna situación incómoda, dando gracias porque los clientes, a quienes ese día había atendido, habían sido políticamente correctos.

Por un momento, recree la misma escena con dos mujeres trajeadas, entre los cincuenta y sesenta, con sendos maletines, saliendo de Caixa Forum acompañadas de un hombre joven vestido con traje chaqueta de un color llamativo, asfixiado por la corbata, licenciado en Publicidad y Relaciones Públicas, con perfecto dominio de los idiomas, vasto conocimiento de distintas materias y buen discurso para poder mantener una conversación apropiada, y cuyo interés de su currículum es su metro ochenta y cinco, sus labios de anuncio de Martini y sus ojos verdes. Lo imaginé al final de su jornada, aflojando el nudo de esa corbata, liberándose de sus zapatos, desnudándose frente al espejo del cuarto de baño mientras se detiene y se lamenta de la hondura de sus ojeras, dando gracias al cielo porque hoy no había tenido que apartar ninguna mano de su paquete o rebuscándole entre los botones de su camisa su pecho de gimnasio, y ese par de cacatúas, que hoy ha tenido que aguantar, tan solo le habían dedicado unas cuantas sonrisas casi de madre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario