29 de agosto de 2014

La extranjera

Cuando no tiene sentido permanecer, lo mejor es desvanecerse, evaporarse, desaparecer. Tener sentido... Esbozó una cansada sonrisa mientras proseguía con sus divagaciones. El tiempo, veleidoso juez, da sentido a unas cosas y deja sin sentido a otras tantas. Cosas, socorrida palabra el vocablo "cosa". La vida es un cúmulo de cosas con nombre de personas, de lugares... Un cúmulo de cosas relacionadas con el trabajo, el amor, las ilusiones, las pérdidas, las decepciones... La vida era para ella ese cóctel de "cosas" que, en sus justas proporciones, valía la pena beber. Pero los azares, o quién sabe qué extraña alineación de planetas, hacía que las proporciones se alterasen y el cóctel se convertía en peligroso por su amargura y su toxicidad. Era entonces cuando la vida se le hacía insoportable, era entonces cuando le asaltaba ese pensamiento: la atrayente idea de desaparecer.

Maquinaba cómo podría hacerlo esta vez, porque no era la primera ver que se le ocurría, pero siempre abortaba el plan en la primera fase. La obligación, la responsabilidad, lo que se espera de nosotros... Esa primera fase era siempre la misma, las siguientes variaban según la hartura. El objetivo era desaparecer de todo aquello que pudiese reconocerla y en donde pudiese reconocerse, no volver a caer en el mismo bucle, en ese giro del huracán que terminase de nuevo atrapándola, devolviéndola a ese ojo insufrible. Esta vez lo haría, sin la menor duda, sin el deseo de regresar. ¿Cobardía o un alarde de valentía, de hacer lo que realmente le pedía el alma? Primero haría desaparecer todas sus cuentas en internet: amazon, casadelibro, Blogger, Google, Instagram, Twitter, Facebook... No podía permitirse tener un desliz y aparecer algún movimiento que pudiese seguir su pista. Después cogería el coche y se dirigiría a la costa cántabra. Lo dejaría bien aparcado, los coches abandonados en cualquier parte siempre levantan sospechas. Las llaves no las tiraría al mar, que el mar devuelve todo resto de naufragio, y eso era ella ahora. Aunque, pensándolo bien, esa no sería mala idea para que dejasen de buscarla, arrojaría también su ropa y la darían por muerta. Ya se lo estaba imaginando: unos buzos rastrearían el fondo marino y sólo encontrarían pececillos de colores y algún camuflado oscuro pez. Tras varios días de incesante búsqueda con todos los operativos en tierra y mar, concluirían que alguna corriente marina podría haber arrastrado el cuerpo al interior de cuevas inexpugnables bajo los acantilados. Habría un funeral sin cuerpo al que llorar, sus amigos y sus familiares se darían mutuamente el pésame, y ya está, el tiempo haría lo demás. Le asaltó la angustia de repente: ¿la buscarían o ni tan siquiera repararían en su ausencia? ¿Se tomarían su marcha como un acto voluntario más que como una huida sin dirección y ni moverían un dedo por saber qué fue de ella? La vida sigue sin nosotros, siempre. 

Mendigaría un bocadillo de calamares. Viajaría en autostop... Bueno, no sabía si sería capaz de aventurarse a subirse con cualquiera, ella era escrupulosa en eso: en su coche no subía a cualquiera haciendo dedo en una cuneta. No reparaba en que ahora era ella la que estaría al otro lado, en la cuneta, ella convertida en cualquiera. ¿Viajar camuflada en los bajos de un camión? No, esa idea la desechó de inmediato... Vaya, se ponía complicado eso de desvanecerse. Se arriesgaría a caminar a pie, siempre en dirección al horizonte, daba igual si norte o sur, si el este o el oeste, el caso era caminar, un camino serpenteando entre la nieve mientras sientes que el cuerpo envejece... La canción de Cohen iría siempre con ella, en su cabeza, The stranger song, como un himno. Se haría la muda, o la amnésica, para no tener que dar explicaciones, para no tener que recordar. Despojada de todo cuanto la hiciese identificable, se convertiría en uno de esos seres a merced de la caridad humana y de la noche, y así vagaría, de ciudad en ciudad, como una extranjera, mi amor, como la única extranjera...



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