31 de agosto de 2014

Allá donde fuiste feliz...

No puedo precisar cuándo dejé de fumar. Sé que era verano, y que el hostigamiento de mis hijas tuvo mucho que ver. Me veía obligada a fumar a escondidas, rápido e intranquila por si aparecían en cualquier momento cansadas de jugar o de pasear medianamente lejos de donde me hallaba. El tabaco me producía una adicción particular regida por costumbres o convicciones, por ejemplo: nunca se fumaba en casa, por tanto nunca tenía deseos de fumar dentro de ella, ni tan siquiera cuando había invitados a cenar y ellos sí fumaban en el salón o en la cocina. Tampoco tenía deseos de fumar durante los embarazos y el periodo de lactancia. En cuanto conocía mi estado, automáticamente aparecía una intolerancia al humo o cualquier otro elemento externo que pudiera causar el más mínimo daño a ese ser indefenso que crecía dentro.

Había llegado un punto en el que el tabaco ya no era un placer, era como una traición. Los diez minutos que duraban sus caladas eran estrés. Fumar el los váteres de un colegio de monjas a los catorce años tiene su punto de rebeldía y su aliciente, esconderse a los cuarenta ya no tenía aliciente, era algo patético, o cuando menos, ridículo. Así que un día dije hasta aquí, y, tras una última calada a un cigarrillo de sobremesa, tiré a una papelera el resto del paquete.

Hoy he sentido la tentación. He extraído un paquete de una máquina en un bar (para otro post el lujo en el que se están convirtiendo vicios antes al alcance de todos, en donde incluiré tristes historias que me contaban mis abuelos sobre la necesidad de generarlos en la posguerra para poder canjearlos por raciones de comida). He encendido ese cigarrillo con todo su ritual, he dado la primera calada amarga como la hiel, áspera como la lija y abrasiva a su paso por la garganta. El humo a penas ha sido retenido en los pulmones, que lo han exhalado expulsado rapídamente como a un indeseable intruso. La segunda ha sido casi igual de amarga, ya no tan áspera y menos abrasiva, pero ligeramente mareante. He esperado algo más de tiempo para dar la tercera, a ver si se iba despejando el aturdimiento. Pero no ha sido así, la sensación vertiginosa iba a más... Aun así, he dado otro par de caladas más. Entonces ha aparecido una extraña sensación de debilidad generalizada, como si las piernas fuesen de plastilina, como si ningún músculo respondiese a la orden de tenerse en pie o de sostener un vaso... estoy por decir que era una sensación de agradable abandono, como deshacerse. Suerte la mía que estaba sentada, mirando a las palomas chapuzar en la fuente de la plaza para aliviar este calor asfixiante del último día de agosto.

He decidido apagar el cigarro. He esperado una media hora hasta apurar el patxaran, buena excusa para recuperar mi ser. Y lentamente he echado a andar dejando deliberadamente el paquete olvidado sobre la mesa. Y es que ya lo dijo el poeta: Donde un día fuiste feliz no debes volver jamás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario