5 de agosto de 2014

La paz (y así la guerra)

Si me preguntas a qué suena la paz,
qué música le pondría a ese sentir,
me suena la paz, te diría, a rumor de río, 
tintineo de sus aguas perezosas por llegar al mar…

Te diría también que al eco de las fuentes en los jardines.
tan cantarín como las risas de unos infantes
a la luz de una gran nevada de enero,
o al sol de una recién estrenada primavera.

Se me ocurre que a un breve,
inquebrantable silencio en la fugacidad de la tarde.
Ese podría ser el sonido de la paz,
la canción más hermosa.

Pero te diré a qué suena la paz:
Al resuello del hijo cuando duerme
en el regazo de la madre.

Ahora que sabes a qué suena la paz,
te pregunto yo a ti:
¿sabes cuál es sonido de la guerra?
No, no es el silbido de las balas,
ni el terrible bramido de un hombre herido
sujetando la sangre que se escapa, irremediable, de sus entrañas.

Tampoco el estruendo de los cañones,
ni el alarido del cielo
cuando los pájaros de acero abren sus barrigas
y dejan caer el fuego.

La guerra suena a silencio, trémulo tras estallar la tierra,
un grito mudo, el que no va más allá de la boca,
un llanto ahogado entre escombros y ceniza,
el resuello de un hijo que ya no resuella
cuando un obús, cargado de razones de odio y metralla,
cae del cielo y a los brazos de una madre se lo roba.

Qué lejos duermen esas infancias,
qué lejos sus ríos perezosos y el eco de sus fuentes,
y las risas de esos hijos sin nevadas ni primaveras.
Qué lejos sus gritos mudos ahogados sobre la arena roja.

Qué paz la de nuestros hijos en nuestros regazos,
qué lejos esas guerras... Así de lejos.



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