Dice Pablo d'Ors, en Biografía del
silencio, que un escritor no es sólo un escritor cuando crea su obra, lo es
siempre. Hace esta afirmación para referirse igualmente al meditador, meditar
no es sentarse y cerrar los ojos y explorar en los entresijos de uno mismo
durante unos minutos, como el poeta no es poeta cuando escribe versos y pone
patas arriba un poema hasta que cuadra su métrica o su cadencia. Ser
poeta o escritor es una manera de estar en el mundo, de mirar más allá de lo
que el ojo ve. Quien medita lo hace siempre. Meditar es una manera de ser que
conlleva una manera de estar en la vida, de verse por dentro, no sé sí
mejor o peor que quien no repara en su presencia salvo para darse besos en un
espejo. Creo poder afirmar que, tal vez, más consciente y más dolorosa, porque, de
alguna manera, conocerse y conocer implica dolor, también riqueza, esa riqueza
inmaterial que hinche el espíritu, no el bolsillo.
Hace Osho una referencia a esa meditación
que no redunda en risas y alegría. Hay que evitar la meditación seria, dice, ya
no sé si en El Libro del amor o en El libro del ego, en cualquier caso, nunca
hice caso de los redentores del alma ajena con prácticas de salvamento de la
propia. Pero intentaremos que la cosa concluya en carcajadas, siempre. El
meditador es un analista del su propio interior y de su interacción con el
resto del mundo, no conlleva ser alguien eternamente abstraído, ni triste, ni serio, es
simplemente el que mantienen la mirada (que no la vista) sobre lo que le rodea,
al margen de la distancia, al margen de la materia, no necesita tener
físicamente delante ni la persona, ni el conflicto, ni el hecho concreto que
requiera posar la mirada sobre ello.
Medito tutti i giorni, all’alba e
all’imbrunire... Es una
afirmación de Franco Battiato hace tiempo, en una entrevista para una conocida
revista. En ella decía igualmente que la meditación es un instrumento, ese
instrumento que nos permite la aprehensión del mundo, al margen de comprender o
no, pero, cuando menos, nos permite conocerlo, tener consciencia de su
existencia... Invita a la meditación, a hundirse en el pozo de uno mismo para
emerger más sabio, más fortalecido. Meditate, gente, meditate,
exhorta el gran Battiato.
Un instrumento... Yo diría que es también
una capacidad inherente a la naturaleza humana, asociada a su pensamiento, tan
vital y necesaria como otras tantas capacidades: la de amar, de empatizar, de
solidarizarse... Sólo hay que ponerlas en práctica. Todos tenemos capacidad
para la meditación, para que la vida, la propia, no nos pase de largo como si
fuese ese carril contrario de autovía del que sólo vemos el trasiego de ajenos
opuestos a nuestro destino al otro lado de la mediana.
En los últimos tiempos, días, meses, que a
la postre son años, han acontecido hechos que han requerido un alto en el
camino, ese detenerse sin poder detenerse, porque el despertador sigue sonando,
impepinable, a las 6.15 de la mañana, y los hijos no dejan de demandar
atención, y los padres mayores y heridos por el tiempo, y los amigos que
tampoco viven tiempos de vino y rosas. Vivir es eso, un viaje inapelable en el
que, a veces, es imposible detenerse aunque sientes la necesidad de hacerlo, de
romper con la vertiginosa inercia de los días, detener el aullido que nos
empuja y nos impide volver atrás, que decía el poeta. Y ciertamente, hay que
aprender a meditar sin necesidad de que ese tren se detenga. No está en
nuestras manos detener la vida, ni tan siquiera cuando deliberadamente nos la
quitamos, porque en realidad no es detener la vida, es quitarte del medio, ella
sigue su curso, como un río se encamina a su natural destino: el mar, por
muchas alteraciones que la mano del hombre obre en su cauce. La vida sigue, con
nosotros y sin nosotros. Así es y así debe ser. En ese movimiento incesante hay
que buscar el instante de meditación, el minuto para bajar a nuestro interior,
para tomar contacto con nosotros mismo, que dice d'Ors, sin necesidad de
sentarse, ni de doblar las piernas ni soltar un hondo ¡OMMM! Basta, tal vez, una
mirada sobre horizonte plagado de tierra seca, sobre el vuelo de un pájaro, sobre
un gesto entre dos en el interior del metro, sobre un viejo caminando
despacio... Cualquier signo, detalle, es válido para la reflexión.
La vida es compleja, o la hacemos compleja, la tragedia y la fiesta se sucede a
la par, y es precisamente en las etapas más conflictivas cuando más perentoria
se vuelve esa necesidad de estar con uno mismo, de darse compañía y escucharse,
de poner atención a las distintas voces que somos (aunque esto suene un poco
esquizofrénico), las del conflicto interno. Toca ponerlas de acuerdo, darles
conformidad, acallarlas si fuese necesario… y si al final no hay consenso, toca
entonces buscar la fórmula para seguir viviendo todos juntos: miedos, razones,
sinrazones, desasosiegos, terquedades del alma… sin que sobrevenga la locura, o
la claudicación, o esa otra que detesto: la resignación. La vida no puede ser
nada de eso, la vida tiene que ser la plena consciencia de sentirse vivo, y eso
empieza por el conocimiento íntimo de uno mismo... A veces, hasta puedes llegar
a sorprenderte de tus propios hallazgos, de eso que no sabías de ti. Meditate,
gente, meditate.
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