12 de agosto de 2014

Ninguna razón para morir



Hoy ha amanecido con la noticia del suicidio de Robin Williams, al que siempre he considerado el sucesor de Spencer Tracy. Ambos, santos de mi devoción cinéfila a la que dedico escaso tiempo. Desconocía del primero su adicción al alcohol, como lo fue el segundo, pero eso ahora no importa, porque las adicciones no son causas, sino consecuencias de... No he podido evitar el escalofrío. El suicidio, ese acto que tiene que transcurrir (a la fuerza) bajo una poderosa enajenación, un ataque de desesperación, una llamada inapelable hacia el abismo sin poder fijar la mirada en otro punto que nos salve de la caída, como esos ataques de acrofobia en los que el vértigo te empuja hacia el vacío como una irreprimible atracción.

Ayer estuve frente al cuerpo un hombre joven sin vida, pendido de una cuerda, con sus pies arrastrando en el suelo. Preservo su intimidad, el tormento interior que le condujo ciego a cometer semejante atropello con su propia vida. Lo recuerdo de adolescente, tímido, como un hombre niño que ya asumía el papel de un padre ausente que abandonó a su mujer y a sus cinco hijos a su suerte mientras él se quemaba el hígado de bar en bar hasta reventar. Posiblemente ahí ya estaba fraguándose este desenlace, esa semilla en ciertos hogares (o qué sabe nadie), que le conduciría por las sendas de los perdedores, para que quince años después, y en plena juventud, decidiese que nada de lo que tenía merecía la pena. A veces, la vida se percibe como una constante pérdida, y lejos de vivirla esperanzados, dejamos que sea el tiempo el que nos viva y nos agote, como un indefenso ratón entre las garras de un león enorme que juguetea con él hasta dejarlo malherido y exhausto. A veces es eso la vida, ese animal salvaje al que sólo mueve su depredador instinto.

No hay más razón para vivir que la de estar vivo, y ese ESTAR pasa por ese otro SENTIRSE vivo, como no hay que buscar razones para amar, ni mucho ni poco, simplemente se ama o no se ama, se vive o no se vive, se lucha o se deja uno derrotar hasta convertirse en un harapo que el viento agita y desgarra poco a poco hasta hacerlo desaparecer. Y sentir la vida es que a veces duela, que a veces se goce, o que se den ambas cosas a un tiempo, como un cóctel agridulce que consumimos y que, a la postre, tiene que servir para salir fortalecido. 

Dice Piedad Bonnett en uno de sus poemas:


yo, que soy eterna pues he muerto cien veces, de tedio, de agonía, 

y que alargo mis brazos al sol en las mañanas y me arrullo 
en las noches y me canto canciones para espantar el miedo, 
¿qué haré con esta sombra que comienza a vestirme 
y a despojarme sin remordimientos? 


Ella perdió un hijo por suicidio, ella ha sido la madre de ayer, que ahogaba sus ayes y sus lamentos entre el peor de los pesos del alma: la culpa. Esas sombras, sean de la naturaleza que sean, que tantas veces nos hieren y tantas veces nos matan... Y tantas veces hay que volver a ser esa abierta ventana por donde pasa tenebrosa la vida y encontrar ese rayo de luz que deje a la muerte vencida, que decía el poeta (no así exactamente).

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