20 de septiembre de 2014

Diario de una alumna aventajada

Ayer viajé a Valdepeñas. El objeto del viaje era comprobar, en la secretaría del centro asociado de la UNED, que los trámites de una matrícula estaban en orden. Hija de un dios menor, que cantaba Mecano en aquella canción, así me siento cuando entro en un portal virtual. Así que ante la impotencia de no saber en qué estado de cosas habían quedado todas mis operaciones vía internet, opté por personarme en ese centro que ya me acogió en 1993, sito en el mismo lugar, uno de los edificios más antiguos de este pueblo manchego, (La Mancha más Mancha de La Mancha, diría de su término y el de Daimiel), rehabilitado intra muros, con la debida adecuación a las nuevas tecnologías. Un par de amables señoritas, (funcionarias), me resolvieron toda duda, comprobando que los datos estaban en orden y que todo había seguido su proceso sin ningún error... Ah, caer en el mar de la inseguridad es terrible, por ese desasosiego que genera la eterna duda de no saber si lo estás haciendo bien o mal: la torpeza, el error... Me estoy acostumbrando a vivir con ellos, a que sean parte de mí y no sentirme mal por ello. Tal vez, hasta hoy, me había exigido demasiado. Voy a tientas, como aquel juego que practicábamos mi hermana y yo con los ojos vendados, una variante de la gallinita ciega. El objetivo era recorrer los espacios totalmente a oscuras, saber en qué parte de la casa estabas tocando muebles, enseres. Terminamos conociendo milimétricamente cada rincón, cosa que era una ventaja cuando se iba la luz, porque, en medio de esa súbita oscuridad no cundía el pánico, e íbamos directas al cajón en donde estaban las velas y las cerillas. Cuando falla la luz, está bien saber caminar en el vertiginoso abismo de la ceguera, con el paso más inseguro pero no por ello equivocado.

Se deduce de esta introducción que lo de aventajada nada tiene que ver con las matrículas de honor que no obtendré, ni he obtenido nunca. En los estudios fui siempre una avispada con suerte. La ventaja radica en otra concepción, y es la del placer de hacer algo sin urgencia, sin necesidad, sólo por el gusto de hacerlo, para disfrutarlo. El retorno a un ambiente en donde se respira interés, calma y voluntariedad... El alumno de la UNED es un alumno entrado en años, para casi todos es la segunda o tercera carrera, en casi ningún caso es una urgencia con el objetivo de amortizar laboralmente, sino algo más bien altruista, por entretenimiento, por conocimiento... Gabriel era un alumno de Derecho, allá por el año 93. No sé que habrá sido de él, tal vez, por el tiempo y su edad, haya pasado a mejor vida. Acababa de jubilarse. Toda una vida dedicada al comercio: una tienda de ropa. Su piel era de una blancura extrema, bien cuidada, tersa, a penas sin arrugas. Alto, enjuto, sus manos sarmentosas y delicadas, de largos dedos. Manos que acariciaron muchas texturas de telas. Era un erudito en la calidad y el acabado de una preda: algodones, sedas. Era homosexual, una homosexualidad que no escondía. Estaba sólo, se sentía joven y liberado tras el cierre de su negocio por jubilación. Tenía todo el tiempo del mundo, decía. Me guardaba la silla en una clase totalmente vacía en aquellos viernes por la tarde. No llegué a hacer segundo. Ignoro si él continuó. Entonces no había redes sociales, ni otras aplicaciones de móviles (creo que por entonces ni tenía móvil), con el que poder mantener el contacto, no recuerdo su apellido, sólo su presencia: su voz, sus conversaciones y su risa, reía a todo pulmón, como un cántaro de agua desbordado. 

Vuelvo a la querencia de los libros, tan sólo por volver, como quien canta solamente por cantar. Más kilómetros de carretera, otro horizonte en la lejanía, una nueva ilusión, nuevas ganas, nuevas sensaciones y presentimientos... Un otoño por delante, otro invierno con su latir de primavera... Qué lejos queda ya el verano.




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