28 de septiembre de 2014

Testigo mudo

El último domingo de septiembre ha amanecido lluvioso. Qué lejano queda el verano, y el calor, y las playas de Portugal. El cielo plomizo, como si el azul fuese un color imposible y el sol no estuviese allá arriba, infinitamente más arriba de esas nubes esperando la oportunidad de colarse por una claraboya. Y esa manera de llover como una música envolvente, como una canción triste interminable. Cae lenta pero persistente, dibujando un paisaje en mate en donde la materia parece estar envuelta en una cortina de tul. 

Miro el espectáculo por la ventana de la cocina, con cierto cansancio, con cierta nostalgia del paso del tiempo, de este adentrarse de nuevo en el recogimiento, en el calor de una estufa de leña y de una manta que arrope los pies fríos. Reparo en el limonero al que, un año más, el peso de los limones vence sus ramas hacia el suelo. Y me acuerdo de otro día de otoño, sentada en una butaca de mimbre al tibio sol de una apacible tarde de domingo, en la que igualmente terminé contemplando este mismo limonero.





Octubre de 2007



En el patio de mi casa hay un limonero


Al abrigo de una pared de cal descansa el limonero. Sus frondosas ramas se vencen hacia el suelo. Ramas desbordadas de hojas, acorazadas de espinos, plagadas de limones verdes como los berros, otros iniciando su metamorfosis a verde amarillento luminoso, otros convertidos ya en óvalos relucientes amarillo limón, con olor a deshielo.


Es el único superviviente a la helada de un mes de marzo de no recuerdo qué año, que congeló la savia del joven cerezo y lo despojó de todas sus hojas, y de todas sus flores, esas que se abrían inocentes, confiadas, a las caricias del sol de una recién estrenada primavera, y que el hielo quemó al despuntar el día. Él, que más que cerezo de un humilde patio empedrado, resplandecía como si fuese del Jerte, engalanado de colores hasta el copete, presuntuoso y coqueto, ahora se quiebra en su inesperada derrota ante la inclemencia del tiempo.


Él, el limonero, también parecía muerto... se quedó sin hojas, desierto, descolorido, un esqueleto mudo... El mismo que cercenó el cerezo a ras de suelo, seccionó impunemente una de sus ramas primero, tal vez con la esperanza de encontrar lo que encontró: la vida por dentro... Resguardada, tímida, fría como la muerte, la savia resbaló por la herida, furtiva lágrima dejándose caer por la mejilla con la esperanza de ser vista.


Y pasó la primavera, y pasó el verano, y pasó el otoño, y el invierno, y llegó otra nueva primavera, y en sus frágiles ramas afloraban las hojas, pero no las flores, como el vientre de mujer estéril, que se vierte mes a mes sin ninguna esperanza de retener el cálido mar donde germina la vida... El limonero no daba limones, daba hojas y más hojas, y ramas y más ramas plagadas de espinos. Ahora era meramente ornamental en ese humilde escenario, un inmenso patio meticulosamente empedrado por un padre y un hijo, piedra sobre piedra, día tras día, hasta completar el pétreo mosaico sobre el que ahora cae lenta la lluvia. Aquel hijo de

ojos verdes,
verdes como la albahaca,

verdes como el trigo verde
y el verde, verde limón.


Aquel limonero que ya no daba limones, seguía dando hojas y más hojas, espinos y más espinos. La madre se negaba a cortarlo. A ella no le importaban los limones, le gustaba cómo quedaba su limonero en el patio, si no daba limones qué más daba; daba armonía, daba color, daba otra forma de vida que no eran sus frutos... Era, en una palabra, belleza.

Sentada en una vieja butaca de mimbre, al abrigo de una pared de cal, en la tranquilidad de esta soleada tarde de domingo otoñal, observo detenidamente al limonero, cuyas ramas se mecen tímidamente al vaivén de la brisa, y en ellas docenas de limones, verdes como los berros, amarilloverdosos, verdeamarillentos, amarillos como soles, con olor a deshielo, con sabor a tequila, con sabor a sal, con sabor agridulce que te hace fruncir el ceño, con sabor a supervivencia, con sabor a victoria.



Ahí está, un otoño más, bajo la incesante lluvia, dejándose empapar, porque la tierra no puede rehusar la lluvia, y humildemente la recibe y la retiene entre sus hojas y espinos, y la deja resbalar entre sus ovalados frutos. Y se estira y se yergue en su mismo rincón, al abrigo de una pared de cal, como el eterno testigo mudo de nuestras vidas.



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