29 de septiembre de 2014

Mirar hacia delante

Se atribuye a Woody Allen una frase que dice algo así como Me interesa el futuro porque es el sitio en donde voy a pasar el resto de mi vida... No deja de ser curiosa por ese atribuir al futuro (tiempo) un espacio físico: el futuro es el sitio (una habitación, una calle, una ciudad, un país)... El futuro es ese sitio en donde nos moveremos mañana, y pasado y al otro... El futuro es ese lugar que nos espera al doblar la esquina del presente. Podría decirse que el futuro es ir haciendo presente.

Un libro que me cautivó de especial manera, y que no hablaba del presente ni del futuro, sino precisamente de volver al pasado, fue el de María Luisa Elío, Tiempo de llorar. Un canto de nostalgias que condensa en una frase: "Y ahora me doy cuenta de que regresar es irse". Las impresiones recibidas de aquella lectura renacen en los últimos tiempos, cada vez que regreso a los lugares de infancia, de juventud, a la que ha sido siempre (y es) mi casa paterna, mi patio, mi calle, mi pueblo... aquellos sitios en donde pasaba el resto de mi vida y que hoy es ya pasado. Podría decirse entonces, parafraseando a Allen, que el pasado es ese sitio en el que se va quedando nuestra vida y en el que, tarde o temprano, quedará toda entera. Todos seremos pasado, y los lugares en donde aconteció todo lo que fuimos algún día dejarán definitivamente de hablar de nosotros. Como María Luisa Elio, seremos unos exiliados en el tiempo, a los que volver a los lugares en donde pasábamos la vida supondrá una traición al recuerdo, porque nada de lo encontrado será como lo que guarda la memoria. 

A veces aparco justo enfrente de un portón de la casa en donde vivieron mis abuelos maternos. Han cambiado la vieja puerta de madera, desvencijada por el sol y la lluvia, por otra de metal. Nadie vive allí, y permanece siempre cerrada y muda. El olvido es una casa cerrada a cal y canto que se desconcha lentamente por dentro. Me agacho a mirar por un pequeño resquicio entre el portón y el muro de piedra, queriendo ver el viejo patio, los montones de leña que mi abuelo apilaba bajo un porche para el invierno... No consigo ver nada, salvo maleza. Cuando me incorporo, alguien me observa tras unos visillos desde una ventana de enfrente. Ella sabe quien soy y por qué hago cocos a través de ese agujero. Sabe que allí transcurrieron los primeros años de mi vida: tardes de domingo, días de verano, visitas por Navidad. Ella, supongo, que también siente esa ausencia. Y es en ese otear entre rendijas y ya no ver nada de lo que un día existió cuando sobreviene eso de regresar es irse. Mejor irse, o mejor, no querer volver.

A lo pasado hay que buscarle acomodo en los adentros, un rincón donde permanecer en forma de recuerdo, un recuerdo que el tiempo convertirá en una vaga idea que no encontrará su réplica volviendo atrás, porque el pasado, el pasado amado, sólo encuentra su consuelo en el recuerdo. Y cuando se ha amado realmente: a la tierra, a tu gente, a los amigos que quedaron en el camino... ni la propia muerte es capaz de llevarse lo mejor de ellos, los más gratos momentos vividos. Esos permanecen ahí, inquebrantables, en la memoria. Pero el futuro está aquí, es mañana mismo, y a ese mañana que está ahí delante se le mira de frente, con interés, porque es el sitio en donde se va haciendo mi vida, el resto de mi vida.



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