13 de noviembre de 2014

Mirando al cielo

La mirada del ser humano es fascinante, su poso, ese que conlleva el deseo de conocer, o simplemente la contemplación del detalle, de lo minúsculo, o de lo grandioso, el origen de lo primero, una pista sobre cómo acontecerá lo último. El alfa y la omega, el eterno misterio que ha alentado, desde que el hombre es hombre, a querer saber el origen del universo y cómo será su final, que no es otra cosa que el ansia de confirmar alguna de las teorías que hablan de nuestro origen, de cómo y de qué manera llegamos a ser este animal que somos y que no se conforma, como el resto de los animales, a ser uno más en la cadena, en ese ciclo de la vida. No, el ser humano necesita darse explicación: por qué llora, por qué ríe, por qué ama, por qué mata, por qué siente de semejante manera... Por eso profanamos tumbas, ahondamos en la tierra en busca de nuestros antepasados, por eso enviamos artefactos al espacio, que busquen también allí arriba algún atisbo de luz más allá del fulgor de las estrellas.

La materia ni se crea ni se destruye, se transforma... tal vez cuando TODO estalle, los restos de nuestro planeta, cuya vida inteligente dedicó su existencia a querer descubrir el cómo de su principio y su final, será otro resto de cometa que otros seres de otro universo, todavía por nacer de la transformación de nuestras brasas, conquistarán algún día, dentro de millones de años, y que estudiarán con idéntica  fascinación. 


Escuchaba hablar esta mañana sobre la Misión Rosetta (me gusta eso de poner nombres a los proyectos espaciales: misión tal, misión cual, así como bautizar a sus naves o sondas como alguien humano, para poder nombrarlas y referirse a ellas con el apego que conlleva el trabajo (el amor puesto en él) de décadas en torno a todo ello, y las explicaciones que dan los científicos astrónomos me dejan boquiabierta. De haber nacido en otro contexto, hubiese sido astrónoma, lo he decidido esta misma mañana. Dedicar mi vida a conocer el universo, cada constelación, cada estrella, saber dónde se sitúan, observar detalles día tras día, su constante movimiento dentro de sus órbitas, aunque en las noches tranquilas y estrelladas de verano nos sobrecoja su inquebrantable quietud. Tener el mapa exacto de todo lo que existe allá arriba al alcance de una mirada escrutadora a través de los más poderosos microscopios, dedicar la vida a un observatorio astronómico, como el farero antiguamente a su faro, pero en lugar de mirar al mar, mirar siempre hacia el cielo.

El astrónomo, desde su sapiencia, da por sentadas tantas cosas... A nosotros, desde nuestra ignorancia, nos asaltan tantas preguntas: ¿qué combustible usa una nave que lleva viajando por el espacio una década? Allá arriba no hay estaciones de servicio en donde repostar; ¿qué rutas sigue, si ese espacio está en constante movimiento? Allá no hay rutas aéreas, los astros no saben de esa disciplina ni torres de control, puedes chocarte de bruces con uno de ellos, allá arriba no sirve un GPS... Las naves aprovechan en muchos casos la gravedad del espacio, Philae era propulsada, como a saltitos (enormes saltos), moviéndose entre los campos de gravitación de la Tierra y de Marte, así ahorraba una energía que sus placas ha ido obteniendo del sol. La navegación allá arriba, decía el astrónomo (en varios alardes de romanticismo y poesía), es al uso de los marineros del siglo XVI: dejándose guiar por las estrellas en la noche eterna del universo. Y por último, toda misión allá, a quinientos millones de  kilómetros de nuestro alcance, es un viaje sin retorno: diez años de camino, un difícil cometizaje en donde todo el trabajo podía haberse ido al traste (los cometas son negros, abruptos e irregulares, Philae ha tenido que elegir un lugar no hostil donde posarse, dentro de la hostilidad). Tomará fotos, cumplirá con la misión encomendada, y luego no regresará, se fundirá, cuando este muera, en la misma incandescencia, con 67P/Chryumov-Gerasimenko, el que fue su destino, hacia donde la fueron guiando las estrellas, su cometa.

No dejaré de mirar al cielo, por si soy testigo de tan romántica muerte.



2 comentarios:

  1. Todos tus textos tienen un aire de romanticismo del XVIII, no desaprovechas para la frase poética. Me entusiasma, es un placer leerte.

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  2. Debo de ser la reencarnación de algún personaje de la época... Qué cosas.
    Gracias por leer.


    Un saludo

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