3 de noviembre de 2014

Resistencia/ Re-existencia

La historia más hermosa suele ser aquella que no es cierta. Hay leyendas que son toda invención, otras mezclan hechos constatados con ficción, y la ficción no es otra cosa que contar, a la manera de cada uno, una verdad. Esa historia, cierta o no tal cual se cuenta, es necesaria para seguir viviendo, para dar sentido a la existencia, una razón para avanzar, como una luz guía, algo así como la fe. Así, podemos creer, sin poner en más tela de juicio, que una mujer y un hombre murieron de amor... ¿Qué mal más lacerante que el amor imposible? Nuestra razón puede inclinarse hacia otra explicación, hacia la duda, la verdad fue otra: nadie cae fulminado por un dolor de amor, pero el desenlace último fue la muerte, dos cuerpos hallados juntos, momificados, en el punto exacto en donde un escrito, rescatado de entre un libro, decía que se encontrarían ambos, un hombre y una mujer, y cuya historia fue un amor imposible por diferencias de linaje... ¿Y qué trabajo cuesta creer que así fue? Todos creyeron en aquella historia y se fue transmitiendo de generación en generación. Convertida en leyenda de amor con nombres y apellidos de dos familias de una ciudad, siglos después atrae como una luz a cientos de visitantes que se creen o no aquello, pero que no se atreven a negar, y visitan ese mausoleo en donde dos esculturas de alabastro inclinan su cabeza la una hacia la otra pero no llegan a mirarse, sus manos parecen posarse la una sobre la otra sin llegar a tocarse, sólo su sombra sobre el suelo las une.


Los amantes de Teruel, escultor Juan de Ávalos (detalle de las manos)

















Lo que no pudo unirse en vida se une entre las sombras, y el ser humano reconstruye y transforma el fracaso y lo convierte en un triunfo, lo pule, lo embellece, lo hace incorrupto e indestructible, y la historia, la verdadera, que posiblemente esté plagada de agravios y gestos innobles, se transforma en una hermosa leyenda que representa a las cuestiones más nobles, esas en las que el ser humano necesita creer y asentar su espíritu. Toda leyenda es una gesta de resistencia que da sentido a la existencia, así pues, si no existe, se inventa.

Hablaba de la necesidad de creer, de encontrar luces que nos guíen, de reconstruir y transformar. Hablo ahora de renacer, de volver a poner cimientos... de la ciudad de Teruel, ciudad de asedios y batallas hace siglos, devastada en su historia más reciente durante la Guerra Civil, cuya arma más mortífera no fue el fuego de los fusiles, sino el frío que congelaba las manos y los pies, y que literalmente arrancaba a estos de cuajo del resto de la extremidad al quitar las botas, o las vendas que tapaban aquella podredumbre, sin que el herido fuese consciente de ello. La gangrena húmeda amputó más piernas que las balas de cañón.

Paseaba estos días por ese escenario turolense, en donde mi abuelo José, abuelo paterno, combatió en diciembre de 1937, sin saber de qué enemigo tenía que defenderse en una trinchera, ni tampoco contra quién disparar. Su enemigo, tal vez, se cuestionaba lo mismo que él: contra qué hombre de veintisiete años, arrancado de su mujer y de sus hijos pequeños, de sus días de tranquila faena, de sus noches al abrigo de un cuerpo amado, debía disparar sin saber cuál era la razón que le movía a matar o por la que él mismo debía morir. El abuelo José sobrevivió a aquel frío asesino, al hambre, a la sed y al fuego de aquellos que de la noche a la mañana se habían convertido en sus enemigos, y regresó sano y salvo a su pueblo de La Mancha, sin querer oír ni hablar nunca más sobre guerras. Era el abuelo José de hablar poco de aquellas batallas, que si no le helaron los pies, sí dejó que le helaran el recuerdo de todo aquel desastre de destrucción, tal vez como una forma de resistencia, para poder continuar existiendo después de haber vivido todo aquello. 



Y como una forma de resistencia, el cálido otoño ofrecía al paisaje unos colores vivos: amarillos, verdes, rojos... El agua del Turia, bulliciosa a su paso por Albarracín, en donde los lugareños prefieren llamarlo Guadalaviar (río de pozos o río blanco, por la tierra caliza que arrastra y que convierte a sus aguas transparentes en blancas), inunda de vida las márgenes del río. Esta ciudad, como tantos otros lugares, es un ejemplo de resistencia y transformación, de Ave Fenix, en donde sólo quedan símbolos, incluso estos son también una transformación, como esas ocho puntas de la estrella tartésica que lo mismo decora las torres mudéjares (como elemento decorativo tradicional de tal arte), que es marca de su jamón. El sol con el que se ha despedido octubre resplandecía sobre los azulejos de las torres mudéjares, que son el orgullo de una ciudad que alimenta su historia, su leyenda, y que nos obligan a elevar la vista hacia arriba, hacia el final de las torres, e inevitablemente se produce el encuentro con el cielo especialmente azul, casi violáceo al caer de la tarde del ya recién estrenado noviembre, esa luz... Y es que la esperanza siempre encuentra su cielo.


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