30 de octubre de 2014

Museo de la soledad

La mala luz fue lo primero que leí de Carlos Castán (hasta entonces, un perfecto desconocido en mi pequeño universo literario, en el que día a día nacen pequeñas galaxias o constelaciones, a medida que se van añadiendo nuevas joyas y descubrimientos). Era aquella una trama sobre un asesinato, y que se desarrolla con una prosa brillante y un personaje principal atrayente que te va reconduciendo por los entresijos del ser humano, y que, después, en Sólo de lo perdido, pude comprobar que es la tónica que define a todos los personajes de Carlos Castán: intensos, laberínticos, taciturnos, anacrónicos, envolventes, cautivadores...



Porque leer a Carlos Castán es querer leer más de Carlos Castán, este otoño le ha tocado el turno a otros cuantos relatos suyos que se reúnen en Museo de la soledad. ¿Y qué encontrar en un museo de la soledad? Carlos Castán sabe muy bien qué exponer en él, y lo hace, como siempre, de una forma estremecedora, a través de esos elementos y enseres que nos precipitan hacia dentro, al interior, a esos sentimientos de los que tratamos de huir pero que nos habitan y nos descarnan (el dolor, la nostalgia, la ira, el abandono, la pérdida, el desasosiego): una carta que nunca se envió; una vendetta de amor en otros labios y otro cuerpo; nostalgias de veranos y amores de juventud; una mujer al otro lado de una ventana; un paraguas desaguando decepción; la noche y su hielo; memorias en las que nadie habita; la lluvia omnipresente, desdibujando los cuerpos y rescatando los recuerdos de quienes pasean bajo ella; "Yo ahora diría que fueron bajo el aguacero todas las muertes y los besos de mi vida"; fotografías que se retuercen por sus esquinas como un dolor; la niebla que traspasa la ropa y la carne hasta llegar al hueso; el peso de la derrota: "Digamos que eso es así, que no existe la manera de arrancarse el peso de ciertas derrotas"... En definitiva, una exposición por la que hay que pasear lento sobre cada línea, porque Carlos Castán va engarzando un universo de emociones que, a menudo, dice Antón Castro (y lo comparto), se hace insoportable, te deja exhausto y te obliga a parar.

Pero la escritura de Carlos Castán tiene eso, que ya estás atrapado ahí, en su magia, en ese laberinto emocional, en esa prosa embaucadora que te invita a consumirlo a pequeñas dosis, porque lo intenso tiene que ser paladeado, saboreado sin prisas, y aún así, siempre resulta arrollador, como todo aquello en lo que nos reconocemos, ¿o es que existe algo más abrumador que ver nuestro reflejo en el espejo? ¿Hay algo más estremecedor que reconocerse, cual si de un espejo se tratara, entre las líneas de un libro?



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