14 de diciembre de 2014

Es esa la verdadera lucha

Lluvia, de agua y de hojas secas. El agua cae sosegadamente, suave, en gotas alargadas, como el trazo de un lápiz que perfila un paisaje en carboncillo. Las hojas en remolinos, en lentas piruetas hasta depositarse en el suelo. Hojas secas borrachas de agua de lluvia, hojas por todas partes: varadas en los bordillos de las aceras, regueros que desembocan en ninguna parte; desperdigadas por el paseo embaldosado del parque; sobre los charcos que reflejan la copa del árbol que las dejó caer, como un retorno imposible.


Han sido muchas las imágenes hermosas de esta mañana de domingo, dentro y fuera de la ciudad, en esos alrededores en donde la naturaleza se expande, aunque la civilización se empeñe en invadir su espacio con puentes, autovías que unen territorios y acortan distancias. Caminos de paso, caminos de encuentros, caminos desérticos que alguna vez llevaron a algún lugar. Toda estación tiene sus paisajes de rutina, y toda estación tiene sus días de máximo esplendor, en donde ser más primavera que nunca, más invierno que nunca... Hoy, el otoño era un auténtico otoño, gris, lluvioso y deshojado.


Pero la mejor estampa de esta mañana de domingo no ha estado en el paisaje. Me la han ofrecido un padre y una hija (a esa conclusión he llegado en cuanto al parentesco). Una hija adolescente con hemiparesia. Ella arrastraba su pierna derecha, su brazo derecho flexionado y su mano manifiestamente atrofiada. Se apoyaba en su padre con su brazo sano, cogida del bracete, como dos enamorados. El hombre caminaba lentamente, sin ningún ademán de prisa en esta mañana de apacible lluvia, de colores en mate, ligeramente fresca, con olor a limpia y sin atisbo aún de cansancio. Sus pies estaban perfectamente sincronizados con la tardanza de los pies de su hija, su paciencia se acomodaba a la resignación de la otra. Algo ha caído al suelo. Era una pequeña pelota, de esas que se utilizan en fisioterapia para ejercicios de rehabilitación. Ha rodado hasta un charco. La chica ha hecho un gesto de fastidio. El padre, con otro, ha restado importancia al asunto. Se han detenido, y cuando ha confirmado que podría soltarla sin que perdiese el equilibrio, ha recogido esa pelota, le ha sacudido el agua, y se la ha guardado en un bolsillo. Ambos han vuelto a reanudar la marcha, lentamente.

La vida te pone delante auténticos ejemplos de lucha. Esta es realmente la (su) lucha de esos dos seres humanos. Cada día es una batalla que superar, una lucha sin violencia y sin más armas que el tesón en ir venciendo pequeños obstáculos, o simplemente conseguir vivir un día más al lado de lo que más se quiere. Y no hay más arma en juego que un amor inconmensurable.

Escuché en una ocasión hablar a Irene Villa, con motivo de la presentación de su libro 'Saber que se puede'. Un ejemplo de superación, un ejemplo de lucha, y un ejemplo de convivencia que empieza por perdonarse a uno mismo: perdón por esa rabia, perdón por ese odio que pudiera haber sentido en un momento dado, y perdón a esos que quisieron segarles la vida a ella y a su madre, porque esta mujer se refería a esos en estos términos: decía que en ella no estaba ni la voluntad ni el ánimo de juzgarlos, ya lo había hecho la Justicia o ya se encargaría de hacerlo la vida, esa otra Justicia divina (no sé si merece la mayúscula cuando tantos asesinos campan a sus anchas por las mismas calles en donde pasean los familiares de sus muertos, como si una vida pudiera pagarse a precio de saldo y con ofertas de 3x1), ella sólo tenía una lucha, y era poder ponerse en pie (lo decía una mujer con las dos piernas amputadas casi hasta las ingles), dejar en un rincón esa silla de ruedas y esas muletas, y caminar. Caminar era vivir. Y esa lucha, la única que le merecía la pena, la única por la que estaba dispuesta a darlo todo, le ha dado su victoria, su particular victoria.

Y son esas luchas (cada cual sabrá la suya), concluyo, las únicas que merecen la pena. Lo demás no importa.


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